De ahí que algunos de los países más ricos del mundo, como Suecia, Noruega, Finlandia y Estados Unidos, cuenten, paradójicamente, con las tasas de suicidio más elevadas del planeta.
En el mundo, un millón de seres humanos se quitan la vida cada año. Y al menos otros 15 millones lo intentan sin conseguirlo.
Haciendo caso omiso a la incómoda verdad que se esconde detrás de estas estadísticas, la mayoría de naciones están adoptando las creencias y los valores promovidos por el estilo de vida materialista y deshumanizado imperante en la actualidad.
Es la globalización, un proceso por el cual el sistema de libre mercado, guiado por el obsesivo e insostenible afán de crecimiento económico de las corporaciones, está dificultando a los seres humanos desarrollar el altruismo y alcanzar la plenitud.
se sustenta gracias a la insatisfacción de la sociedad”
(Clive Hamilton)
¿Es el sistema capitalista el que nos condiciona para convertirnos en personas competitivas, ambiciosas y corruptas, o somos nosotros los que hemos creado una economía a nuestra imagen y semejanza? ¿Qué viene antes: el huevo o la gallina?
Nuestra incapacidad de ser felices nos ha vuelto codiciosos, convirtiendo el mundo en un negocio en el que nadie gana y todos salimos perdiendo. Y en paralelo, el sistema monetario sobre el que se asienta nuestra existencia dificulta y obstaculiza la ética y la generosidad que anidan en lo profundo de cada corazón humano.
Pero entonces, ¿qué es la codicia? ¿De dónde nace? ¿Adónde nos conduce?
Etimológicamente procede del latín cupiditas, que significa “deseo, pasión”, y es sinónimo de “ambición” o “afán excesivo”. Así, la codicia es el afán por desear más de lo que se tiene, la ambición por querer más de lo que se ha conseguido. De ahí que no importe lo que hagamos o lo que tengamos; la codicia nunca se detiene. Siempre quiere más. Es insaciable por naturaleza.
Actúa como un veneno que nos corroe el corazón y nos ciega el entendimiento, llevándonos a perder de vista lo que de verdad necesitamos para construir una vida equilibrada, feliz y con sentido.
“La riqueza material es como el agua salada;
cuanto más se bebe, más sed da”
(Arthur Schopenhauer)
Últimamente se ha hablado mucho del multimillonario Bernard Madoff, considerado un brillante gestor de inversiones y filántropo hasta que un día confesó a sus hijos Andrew y Mark que su vida era “una gran mentira”. El imperio económico que había construido a lo largo de las últimas décadas se sustentaba en la codicia, la estafa y la corrupción.
Tras ser arrestado y procesado, Madoff fue condenado el 29 de junio de 2009 a 150 años de cárcel por ser el responsable del mayor fraude financiero de la historia, cifrado en más de 35.000 millones de euros.
¿Qué motiva a un hombre que lo tiene todo a querer más?
¿Por qué tantas personas se vuelven corruptas, mezquinas y perversas al alcanzar el poder?
Para muchos psicólogos, personas como Madoff o Millet representan la punta del iceberg de uno de los dramas contemporáneos más extendidos en la sociedad: “la corrupción del alma”.
Así se denomina la conducta de las personas que se traicionan a sí mismas, a su conciencia moral, pues en última instancia todos los seres humanos sabemos cuándo estamos haciendo lo correcto y cuándo no.
Y es que para cometer actos corruptos, primero tenemos que habernos corrompido por dentro.
Esto implica marginar nuestros valores éticos esenciales –como la integridad, la honestidad, la generosidad y el altruismo en beneficio de nuestro propio interés.
“Nada que esté fuera de ti podrá nunca
proporcionarte lo que estás buscando”
(Byron Katie)
Cuando las personas son víctimas de su codicia entran en una carrera por lograr y acumular poder, prestigio, dinero, fama y otro tipo de riquezas materiales.
Quienes cruzan la línea una vez, tienden a cruzarla constantemente.
Las personas codiciosas se engañan a sí mismas; siempre encuentran excusas para justificar sus decisiones y actos corruptos. El hecho de que los demás lo hagan ya es suficiente para hacerlo.
Sin embargo, la sombra de su conciencia moral les persigue de por vida.
Una vez ascienden por la escalera que creen que les conducirá al éxito y, en consecuencia, a la felicidad, comienzan a ser esclavas del miedo a perderlo todo. De ahí que se vuelvan más inseguras y desconfiadas, invirtiendo tiempo y dinero en protegerse y proteger lo que poseen.
Y no sólo eso. Se sabe de muchos casos en los que las personas codiciosas terminan aislándose de los demás, con lo que su grado de desconexión emocional aumenta y su nivel de egocentrismo se multiplica.
Por eso muchos intentan compensar su malestar con el placer y la satisfacción a corto plazo que proporciona la vida material.
Para conseguirlo necesitan cada vez más dinero, lo que les lleva, en algunos casos, a cometer estafas en sus propias organizaciones, tal y como hicieron Madoff y Millet. Más de seis de cada 10 fraudes empresariales se cometen desde dentro. Muchos se planean en los despachos de la cúpula directiva. Que la corrupción se haga pública, es otra historia.
La codicia es una semilla que crece y se desarrolla en aquellas personas que padecen un profundo vacío existencial, sintiendo que sus vidas carecen de propósito y sentido.
Tenemos de todo, pero ¿nos tenemos a nosotros mismos?
La codicia nace de una carencia interior no saciada y de la falsa creencia de que podremos llenar ese vacío con poder, dinero, reconocimiento y, en definitiva, con un estilo de vida materialista, basado en el consumo y el entretenimiento.
“Lo que nos hace ricos o pobres no es nuestro dinero,
sino nuestra capacidad de disfrutar”
(Víctor Gay Zaragoza)
Un hombre de negocios pasaba sus vacaciones en un pueblo costero.
Una mañana advirtió la presencia de un pescador que regresaba con su destartalada barca.
“¿Ha tenido buena pesca?”, le preguntó.
El pescador, sonriente, le mostró tres piezas: “Sí, ha sido una buena pesca”.
El hombre de negocios miró al reloj: “Todavía es temprano. Supongo que volverá a salir, ¿no?”.
Extrañado, el pescador le preguntó: “¿Para qué?”.
“Pues porque así tendría más pescado”, respondió el hombre de negocios.
“¿Y qué haría con él? ¡No lo necesito! Con estas tres piezas tengo suficiente para alimentar a mi familia”, afirmó el pescador.
“Mejor entonces, porque así usted podría revenderlo”.
“¿Para qué?”, preguntó el pescador, incrédulo.
“Para tener más dinero”.
“¿Para qué?”.
“Para cambiar su vieja barca por una nueva, mucho más grande y bonita”.
“¿Para qué?”.
“Para poder pescar mayor cantidad de peces”.
“¿Para qué?”.
“Así podría contratar a algunos hombres”.
“¿Para qué?”.
“Para que pesquen por usted”.
“¿Para qué?”.
“Para ser rico y poderoso”.
El pescador, sin dejar de sonreír, no acababa de entender la mentalidad de aquel hombre.
Sin embargo, volvió a preguntarle: “¿Para qué querría yo ser rico y poderoso?”.
“Esta es la mejor parte”, asintió el hombre de negocios. “Así podría pasar más tiempo con su familia y descansar cuando quisiera”.
El pescador lo miró con una ancha sonrisa y le dijo:
Manuel
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