Hace años que eso ocurre. Se trata de una cuestión de foco.
El mundo no ha dejado de percibir que Israel mantiene territorios bajo ocupación y que los palestinos padecen una situación esencialmente injusta.
Israel, en cambio, parece incapaz de ver eso. Perdida esa referencia esencial, se siente sometido a constantes agresiones y no se explica la incomprensión ajena.
Desde el momento de su fundación, en 1948, Israel gozó de amplias simpatías en todo el planeta.
Pesaba el recuerdo reciente de Auschwitz y el exterminio, y pesaba el genérico remordimiento europeo, pero más importante aún era la situación del nuevo Estado: un pequeño territorio sometido a la agresión de los países árabes vecinos. Se comprendían los actos de terrorismo (el asesinato del enviado de la ONU, la bomba en el hotel King David, etcétera) y se justificaba la expulsión de palestinos porque Israel era percibido como víctima.
Una víctima, además, en sintonía con las ideas predominantes en la posguerra: Israel era un país laborioso, laico, socializante.
La victoria israelí en la guerra de 1948 contra sus vecinos fue percibida como una gesta descomunal.
El fiasco de la invasión de Egipto junto a británicos y franceses en 1956 no empañó apenas su imagen y la épica alcanzó su nivel máximo en la Guerra de los Seis Días de junio de 1967, tras la que Israel conquistó a Jordania Jerusalén Este (incluyendo la Ciudad Vieja) y toda Cisjordania, a Egipto el Sinaí y a Siria el Golán. Los conservadores occidentales contemplaban Israel como una punta de lanza geoestratégica; los progresistas, como un modelo social.
El relato palestino de los acontecimientos, y el árabe en general, no formaban todavía parte del relato que escuchaba el resto del mundo.
Las cosas empezaron a cambiar poco después.
Las revueltas de 1968 y la aparición de la Organización para la Liberación de Palestina como fuerza independiente modificaron algunos puntos de vista externos.
Dentro de Israel, cuyos dirigentes aseguraban que estaban dispuestos a devolver de inmediato los territorios ocupados a cambio de acuerdos de paz, también se registraron cambios profundos.
En Pascua de 1968, un grupo de familias religiosas judías alquiló por unos días un hotel de Hebrón, en el corazón de Cisjordania.
Pasados los días, las familias se atrincheraron en el hotel y se negaron a marcharse: ¿cómo podía negarse el derecho de los judíos a vivir en la ciudad donde Abraham compró su primer pedazo de tierra?
El Gobierno laborista cedió y envió soldados a proteger a aquellos primeros colonos.
Fue el inicio de un proceso de colonización que se hizo imparable.
Para un cierto número de israelíes, incluyendo laicos, la gran victoria de 1967 había sido un milagro, un don de Dios. Costaba rechazar un regalo divino.
Y costaba desprenderse del Israel histórico, prácticamente todo él en Cisjordania (lo que Israel llama Judea y Samaria), que incluía la adorada Jerusalén, evocada durante dos milenios de exilio.
El dilema ante el regalo provocó un terremoto político interno.
El laborismo, que había aceptado (al menos como punto de partida) la partición de Palestina establecida por la ONU y había fundado el país, se derrumbó ante los revisionistas del Likud y las fuerzas ultrarreligiosas, que siempre habían reivindicado el Gran Israel, desde el Jordán hasta el mar.
Israel entró desde entonces en su segundo estado de autohipnosis.
El primero fue el fundacional: el sionismo consistía en crear un país en un territorio supuestamente vacío ("un pueblo sin país para un país sin un pueblo"), obviando la existencia de los árabes palestinos. El segundo se refirió, y se refiere, a Cisjordania.
Ante la enorme cuestión existencial sobre si mantener o renunciar a la tierra del Israel bíblico, ante los tremendos desgarros internos que podía causar el simple hecho de plantear la cuestión (recuérdese el asesinato del primer ministro Rabin, que ofrecía a los palestinos una modesta autonomía dentro de una parte de Cisjordania), la clase política y la mayoría de los ciudadanos prefirieron obviar el asunto.
Israel ha cambiado en las últimas décadas.
La interiorización del Holocausto y su omnipresencia, la sucesión de ataques terroristas, la llegada de más de un millón de judíos de la URSS con agudos instintos ultranacionalistas, el auge de los sentimientos religiosos y la equiparación de la Biblia con un contrato de propiedad territorial, el progresivo aislamiento diplomático, el fracaso en Líbano, el fortalecimiento de una amenaza como la de Irán y sus acólitos Hezbolá y Hamás, han forjado para los israelíes una nueva imagen de sí mismos.
Paradójicamente, se sienten fuertes y se ven débiles.
Los israelíes, ahora, no ven en el espejo nacional una potencia ocupante que bloquea Gaza y raciona los alimentos de sus habitantes, que decide dónde y cuándo puede ir un palestino de Cisjordania dentro de su propia ciudad, que obtiene un notable beneficio económico de la ocupación y mantiene una abrumadora superioridad militar sobre todos sus vecinos.
Se miran al espejo y ven una víctima.
El viceministro de Asuntos Exteriores, Danny Ayalon, pronunció el lunes una frase reveladora, y sin duda sincera, en un mensaje dirigido a los judíos en el extranjero poco después del asalto al navío turco Mavi Mármara:
"Gracias por escuchar, por comprender, por defender y por intentar colocar las cosas en la perspectiva correcta, recordando que nosotros somos aquí las víctimas y que somos nosotros quienes nos vemos obligados a emprender estas acciones para defendernos".
También debía ser sincero el primer ministro, Benjamín Netanyahu, cuando denunció la "hipocresía internacional".
Por supuesto, en Israel hay asociaciones, periodistas y ciudadanos que combaten esta percepción. Pero son minoría.
La mayoría no comprende que el mundo no comprenda: decenas de personas atacaron a los soldados en el Mavi Mármara, Hamás sigue preconizando la resistencia violenta y la destrucción de Israel, desde Gaza se lanzan cohetes, los colonos de Cisjordania son atacados a pedradas, Irán profiere mensajes apocalípticos mientras desarrolla su programa nuclear, crece el terrorismo islamista; ¿cómo no ve el mundo todo eso?
El caso es que eso se ve desde fuera.
Pero también se ve lo otro, la tragedia humanitaria del bloqueo, el drama palestino.
Y el uso que Israel hace de la amenaza terrorista (ya todo acto hostil es terrorismo) para sentirse víctima, y no potencia ocupante.
Manuel
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