Habría sido sorprendente que no afectase también a la ideología, los métodos y los conceptos forjados estos últimos treinta años para justificar el capitalismo globalizado. Esta crisis está demoliendo sin piedad los prejuicios, las normas, los valores de quienes creyeron inocentemente en la santa eternidad de ese sistema.
Da la impresión de que los desconcertados responsables políticos gobiernan a ojo en todas partes. Están superados por la rapidez de la crisis, su profundidad, su complejidad, pero también están paralizados para actuar porque son prisioneros de los esquemas ideológicos dominantes, de conceptos que se han vuelto inoperantes, de los reflejos de autojustificación de la propia responsabilidad en la crisis.
Hay dos tipos de comportamientos.
El de aquellos que simplemente no quieren medir las dimensiones de la crisis y prometen la felicidad para el día de mañana.
Y el de aquellos otros, más conscientes, que quieren resolver los nuevos problemas con las soluciones del pasado: éstos se han quedado en 1929- 1933.
Unos y otros corren el riesgo de llevarse un desengaño. Porque esta crisis es inmensa, anuncia de modo específico el fin del capitalismo, el del modelo anglosajón, o mejor aún, para ser más precisos, el modelo americano-británico. Las características principales de este sistema son conocidas: vínculo social basado en la competencia de todos contra todos, privatización de los bienes públicos, competencia comercial "libre y no falseada", mercantilización de las relaciones sociales, flexibilidad y precariedad del mercado laboral, inversiones especulativas a corto plazo con tasas de rendimiento elevadas. Trasfondo del cuadro: provecho máximo para una minoría, endeudamiento generalizado para la mayoría.
Ahora bien, durante todo el periodo en que imperó este modelo, hasta hoy, también se constituyó una vulgata conceptual que ha sido definida como "pensamiento único". Conocemos, sin embargo, sus líneas maestras: la idea, consustancial a la humanidad secularizada, de un mejor porvenir ha sido desechada por la ridícula ideología del "fin de la historia", el principio de competencia se ha convertido en el prêt-à-penser del conformismo triunfante. El hundimiento del pensamiento crítico, progresista, ante ese modelo de gestión del vínculo social, ha sido impresionante. Palabras como "nacionalización", "proteccionismo", a veces incluso "igualdad", podían convertirse en vergonzosas en boca de dirigentes de la izquierda oficial. De ahí que la derecha y una cierta izquierda se situaran en una misma línea, el blairismo, supuesta tercera vía entre capitalismo y socialismo, convirtiéndose en realidad en la síntesis entre el liberalismo ultraconservador de Margaret Thatcher y el socialismo de balneario de las nuevas élites pequeño burguesas. Es duro de admitir pero ésta es la realidad. La crisis actual implica en efecto una profunda puesta en duda de los conceptos del liberalismo anglo-sajón, hoy hegemónico en todo el mundo. No podemos decir, por ejemplo, que de ahora en adelante se tenga que "regular" y descartar que el Estado vuelva a convertirse en agente central dentro del sistema económico. Porque éste es quien debe equilibrar con su arbitrio, sus subvenciones, sus orientaciones, el juego de la competencia siempre desigual entre el capital y el trabajo. No podemos decir que se tenga que repartir dinero (no sólo a los bancos) y rechazar ideológicamente los déficit públicos que crecerán inevitablemente. No podemos pretender organizar en la OMC, en lugar de un mercado mundial incapaz de autorregularse, la competencia comercial, y no introducir mecanismos de protección en las fronteras de las grandes zonas de intercambio. Estados Unidos lo hará renegociando la NAFTA. El mercado chino está oxidado, y los de India y Japón también, pero Europa está abierta a todos los vientos. Habrá que revisar seriamente, aquí también, las relaciones entre el fundamentalismo librecambista y el proteccionismo.
Aun cuando éstas favorecen de hecho el proteccionismo nacional y las nacionalizaciones, siguen defendiendo el librecambismo integral, el Estado débil y la disciplina abstracta de los presupuestos. Y focalizan la atención sobre medidas secundarias, como la lucha contra los "paraísos fiscales" o a favor de la "transparencia financiera", olvidando intencionadamente que éstas no son las causas sino las consecuencias de un sistema que las ha hecho posibles.
SAMI NAÏR 07/03/2009
Manuel
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