Ha llegado el momento más importante de la presidencia de Florentino Pérez, el precursor de la evangelización del madridismo, el patrón de la excelencia, el guardián del señorío.
A él le corresponde, sin demora, pregonar si el Real Madrid quiere ser el Real Madrid de sus palabras o el Estudiantes de la Plata, símbolo eterno del fútbol camorrista y pendenciero.
Ni más ni menos que el que, premeditadamente o no, parece preconizar José Mourinho, elevado a consejero delegado del club por el propio Florentino Pérez.
La Supercopa, tanto en la ida como en la vuelta, le ha desenmascarado.
En la ida, en un imaginario berrinche contra un árbitro que bendijo la marcialidad madridista, montó otro esperpento de ventriloquia, con Karanka cargando en portugués en la rueda de prensa.
En Barcelona, desquiciado por Messi, que no es árbitro, que se sepa, se retrató ante Tito Vilanova, el segundo de Pep Guardiola, al que agredió de forma cobardica y luego, lejos de disculparse, faltó al respeto con aire de pavo real: "No sé quién es ese Pito Vila...".
Lo más mesurado de Mou fue no acusar a Vilanova de hacer teatro y meterse él mismo el dedo en el ojo.
Tampoco pidió su expulsión ni culpó a Unicef o al villarato de conspirar a favor de Tito.
Nadie, y mucho menos el Real Madrid, puede tolerar estos desplantes.
Máxime cuando no son excepcionales.
Es hora de que el presidente se posicione en público y aclare cuál es su nuevo guión.
Si tiene que ver con su discurso o con su obra.
Del primero se conoce su verbalización, pero sus hechos pasan por dar vuelo a un técnico que ha envilecido a la institución a la vista de todo el universo.
Y lo ha hecho, más que nunca, en cuanto su mecenas presidencial le ha dado barra libre.
Mourinho quizá se lo pueda permitir; el Real Madrid, no.
Pero eso es decisión del presidente.
Por cierto, el único representante del equipo que asistió con deportividad al exitoso protocolo del Barça. Sus técnicos y jugadores dieron la espantada sin felicitar al campeón, lo que sí hizo el cuadro azulgrana tras la victoria madridista en la última Copa del Rey.
El mal perder del Madrid no tiene precedentes en su historia y para quienes rebobinen con los años quedará tanto quién era el entrenador como quién le empleaba, un mandatario que llegó para reinar en la galaxia no para ser cómplice de los bajos fondos del fútbol en los que rema Mourinho.
Nada que ver con el dogma de Florentino Pérez y la centenaria y gloriosa historia del club.
En esta heráldica entidad todos están abducidos por el mourinhismo, desde el palco hasta el vestuario. No sería malo si el técnico hubiera hecho prevalecer sus sobresalientes deportivos, que los tiene, pero no ha sido así.
En Mourinho no se anticipan sus dotes de buen entrenador, que lo es, sino su corrosivo guiñol, que no solo le devora a él, sino a toda la institución que representa.
Y lo que es aún peor: España, su selección, está rajada.
En su tozuda cruzada por las cloacas, Mourinho ha logrado arrastrar a sus propios jugadores, socavando así el ecosistema de la mejor selección española que haya existido jamás, y de la que puede que ya solo queden cascotes.
Tal es el clima que la alevosa patada final de Marcelo a Cesc fue mourinhizada de inmediato por el capitán Casillas ante las cámaras de TVE: "Se ha tirado al suelo... Lo de siempre". Increíble.
Y todo tras una considerable bronca anterior de Iker con Xavi, con quien ha compartido más de 100 internacionalidades.
Curioso, pero entre la militancia el más disidente ha resultado ser Cristiano Ronaldo, de los pocos que han pasado sin tachas por la serie de los seis clásicos, y el único que fue capaz de criticar un planteamiento del entrenador, justo tras el partido de ida de la eliminatoria de Liga de Campeones.
Que no distraiga su aire de chulapo, CR, la megaestrella del equipo, no ha merecido ningún reproche extradeportivo.
Nada justifica, ni ahora ni el curso pasado, la actitud de Mourinho, un privilegiado que cobra como nadie al frente de la entidad más titulada del universo.
Mou tiene motivos para corregirse: es un avanzado en su campo, tiene una plantilla fascinante y le ampara el club más extraordinario que jamás pueda entrenar (el Barça no parece posible).
Sí, una entidad entregada a su causa, pero debiera ser a la causa estrictamente deportiva, no a su grosera travesía por los suburbios de este deporte.
Sus amarguras y complejos acaban por transformar a un equipo magnífico en un equipo ulceroso. Este Madrid no necesita envenenarse.
Desde lo futbolístico ya es capaz de discutir con el Barça como nadie puede hacerlo.
Y el mérito es de Mourinho y sus futbolistas.
Pero lejos de profundizar en ese positivismo, el técnico arrastra a los suyos -y de paso a la institución- por el barro de sus obsesiones y complejos sin fundamentos.
Florentino Pérez tiene la palabra. Sin zidanes, pavones y valdanos, esta es su obra.
Que se aclare en público con el fin y los medios. A él le han metido el dedo en el ojo de Tito Vilanova. Para consuelo de Florentino Pérez, en el Estudiantes de la Plata aún era peor.
El equipo que dirigía Osvaldo Zubeldia, en el que se alistaban Aguirre Suárez, Pachamé, Hugo Medina y Bilardo, entre otros, pinchaba a los rivales con alfileres, según denunciaban sus adversarios. Y con argucias peores hasta ganó una Copa Intercontinental al Manchester United.
Pero nadie le proclamó jamás el mejor club del siglo XX.
Y si el Madrid, digamos Mourinho, se pregunta por qué, bien fácil tiene la respuesta: el fútbol, su gente, siempre prefirió a los messis o cristianos antes que a los alfileres.
José Mourinho no ignora a estas alturas que cuando agredió a Tito Vilanova, segundo entrenador del Barcelona, estaba metiéndose un dedo en el ojo propio.
Eso no importaría tanto si no fuera porque, sobre todo, estaba metiéndole un dedo en el ojo al prestigio del Real Madrid.
El entrenador del club blanco perpetró esa acción en los últimos minutos de un partido espléndido, en el que el fútbol de su equipo, enfrentado al campeón de Europa, el Fútbol Club Barcelona, fue una lección soberbia de eficacia en la organización del juego.
La belleza del partido quedó ensombrecida por algunas acciones de sus futbolistas, y sobre todo por un patadón de Marcelo al debutante Fábregas. Ese patadón, y el correspondiente correctivo del árbitro, una tarjeta roja, fue el inicio de una tangana monumental cuya confusión le dio a Mourinho alas para meterle el dedo en el ojo al segundo de Guardiola.
En la posterior conferencia de prensa, cuando ya habían pasado muchos minutos de esa agresión y pudo haber reflexionado sobre ello, Mourinho añadió sal a la herida, ninguneó a Vilanova, sobre cuyo nombre y apellido titubeó de manera insultante, y unió el menosprecio al rival a la vanidosa autocomplacencia que lo distingue como preparador egocéntrico de un excelente equipo de profesionales.
No hubo arrepentimiento alguno.
Su conferencia de prensa fue un constante ataque subliminal al ganador del campeonato; en contra de lo que dicen muchos de los seguidores del Real Madrid, insinuó otra vez el entrenador del equipo blanco que fueron artes poco ortodoxas las que llevaron a su conjunto a la derrota.
Mourinho ya ha sido apercibido por altas instancias del fútbol europeo por conductas impropias precedentes.
Ahora, su propio club, que le ha otorgado todo el poder para hacer y deshacer a su merced, debe reflexionar sobre si esa es la imagen que quiere dar a sus muchos aficionados y al mundo.
La vergüenza de Barcelona es una agresión al Real Madrid, no solo a Tito Vilanova, y esa agresión la ha perpetrado alguien que debiera defender el señorío del equipo que se le ha confiado.
Pero él no quiere sentirse madridista.
Él prefiere ser esclavo de su ego antes que servidor de su equipo.
Manuel
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