Tampoco parece que se dedicara mucho tiempo a afinar la estrategia de comunicación para que el relato de su desaparición reforzara la imagen de Estados Unidos en el mundo, y no la debilitara, como está camino de ocurrir.
Que la revista New Yorker haya rescatado la historia de la ejecución del Che Guevara a manos de la CIA después de haber sido apresado vivo lo dice todo sobre cómo la destrucción de un mito puede contribuir a reforzarlo.
Así que, la noticia de la década va camino de convertirse en un desastre de relaciones públicas de proporciones incalculables.
Para ello, han debido aliarse la ausencia de plan previo alguno y las confusas, contradictorias y cambiantes explicaciones dadas a posteriori sobre todo lo acontecido.
Conociendo Estados Unidos, y recordando lo que ocurrió con la ejecución de Sadam Husein, hay que temer que acabaremos viendo las fotos borrosas de su muerte o el vídeo de mala calidad de su singular entierro marino, ceremonia islámica incluida, obtenidas vía el teléfono móvil de algún participante en la operación.
Nada resume mejor el desastre de comunicación de este último acto del drama que comenzó en septiembre de 2011 con el atentado contra las Torres Gemelas que dar a Bin Laden el nombre en clave de "Gerónimo", el mítico jefe apache que pasó a la historia americana por (léase bien) su feroz espíritu de resistencia frente a un enemigo superior.
Sus biógrafos dicen que durante sus 23 años de confinamiento en la reserva de San Carlos fue sometido a numerosas humillaciones, entre ellas el ser exhibido como un trofeo en la ceremonia inaugural del presidente Theodore Rooselvet y, peor aún, ser obligado a abrazar públicamente la fe cristiana.
Así que si de algo habla la biografía de Gerónimo es de cómo la superioridad tecnológica de un pueblo no necesariamente implica su superioridad moral.
Por tanto, ese nombre en clave debería haber funcionado como una advertencia de que, en ocasiones, la nobleza sobre el papel de una causa pueda ser extrañamente compatible con la anestesia moral de aquellos que la tienen que defender sobre el terreno.
Algunos de los escalofriantes sucesos en los que se han visto envueltas las tropas estadounidenses en Irak y Afganistán, el más reciente un espeluznante relato de asesinatos premeditados a civiles y mutilaciones que publica esta semana la revista Rolling Stone, remiten esa hipersensibilidad con las actuaciones de Estados Unidos al hecho de que su imagen esté bastante enfangada por las torpezas y abusos cometidos desde el 11 de septiembre.
Probablemente Obama pensara en algún momento en la necesidad de desplazar esa guerra desde la CIA y el Pentágono hasta el Departamento de Estado y el FBI, pero da la impresión de que ese objetivo fue abandonado hace tiempo, como prueba el incremento de los ataques con aviones no tripulados en Pakistán bajo su mandato y la reticencia a cerrar Guantánamo.
El contraste entre las percepciones a ambos lados del Atlántico es evidente: cuesta imaginar que en España se celebrara en las calles la captura de los jefes del aparato militar de ETA o de los responsables últimos de los atentados de Atocha. Europa, España, no están en "guerra contra el terror", sino en "lucha contra el terrorismo".
No son juegos de palabras, sino diferencias que, como vemos, tienen importantes consecuencias.
El desconcierto de la Casa Blanca ante las preguntas que se formulan refleja bien esa diferencia: desde la lógica de la guerra, que Bin Laden muriera armado, desarmado o que se le disparara un misil mientras dormía da absolutamente igual, pues era un objetivo legítimo; desde la lógica de la justicia, sin embargo, los detalles son importantes.
Con todo, hay un abismo entre hacer preguntas incómodas, pero necesarias en una democracia, y calificar la muerte de Bin Laden como un asesinato extrajudicial.
El problema es que, como revela la decisión de dar a Bin Laden el nombre en clave de un apache escapado de una reserva, Obama no ha roto con el legado tejano que George W. Bush le dejó encima de la mesa.
Manuel
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