Una vez más, la mayoría de los israelíes puede apiñarse en torno a lo que parece una oferta audaz y generosa pero, en realidad, es lo de siempre: un compromiso entre las ansiedades, la debilidad y el fariseísmo del centro-un-poco-derecha y el centro-un-poco-izquierda. Qué gran distancia entre esto y los derechos y las legítimas necesidades de los palestinos, ya aceptados por la mayor parte del mundo, incluido Estados Unidos.
Ahora, cuando ya se ha analizado y sopesado cada palabra del discurso, debemos dar un paso atrás y ver la imagen de conjunto. Lo que el discurso dejó al descubierto es el grado de abandono al que hemos llegado los israelíes ante una realidad que exige flexibilidad, audacia y visión. Si pasamos del hábil orador a su audiencia, vemos qué apasionadamente se atrinchera ésta tras sus ansiedades y sentimos el dulce sopor del nacionalismo, el militarismo y el victimismo que constituyeron el flujo vital del discurso.
Aparte de la aceptación del principio de los dos Estados, que Netanyahu proclamó a duras penas, el discurso no incluyó ninguna medida tangible para avanzar verdaderamente hacia un cambio de conciencia. Netanyahu no habló "sinceramente y con valentía" -como había prometido- sobre el papel destructor de los asentamientos como obstáculo para la paz. No miró de frente a los colonos para decirles que el mapa de los asentamientos está en contradicción con el mapa de la paz. Que la mayoría de ellos tendrán que dejar sus hogares.
Debería haberlo dicho. No habría perdido puntos en futuras negociaciones con los palestinos, sino que habría hecho posible comenzar esas negociaciones. Debería haberse dirigido a nosotros, los israelíes, como personas adultas. Debería haber hablado, en concreto y con detalle, sobre la iniciativa de paz árabe. Debería haber indicado las cláusulas que acepta Israel y las que no. Debería haber hecho un llamamiento que les permitiera responder y, de esa forma, haber comenzado el proceso más crucial de Israel.
Netanyahu dedicó muchos minutos a explicar a sus oyentes las promesas y las garantías que Israel necesita recibir de los palestinos antes de entablar las negociaciones. No habló de los riesgos que debe asumir Israel ni de su deseo de alcanzar la paz. No convenció a nadie de que verdaderamente esté dispuesto a luchar por la paz. No llevó a Israel hacia un nuevo futuro.
Yo le vi, y vi los impresionantes datos sobre el apoyo recibido por su discurso, y comprendí qué lejos estamos de la paz. Qué lejos, y quizá qué marchitos en nuestro interior, están la capacidad, el talento y la sabiduría necesarios para forjar la paz, e incluso el instinto para salvarnos de la guerra. Vi cómo su mecanismo interno, siempre en guardia, convierte cualquier intento de hablar de paz en un autoconvencimiento de que existe un edicto celestial que nos ordena vivir siempre con la espada en la mano. Vi todo eso, y supe que ninguna de estas cosas nos va a traer la paz.
Observé asimismo la respuesta de los palestinos, y pensé que son los más leales socios del abandono y las oportunidades perdidas. Su respuesta podría haber sido mucho más prudente y clarividente que el propio discurso. Podrían haber aceptado la patética rama de olivo que les ofrecía Netanyahu, a regañadientes, y haberle retado a iniciar las negociaciones de inmediato; unas negociaciones con alguna posibilidad de que las dos partes desciendan de sus pedestales de grandes declaraciones a la tierra de la realidad.
Pero los palestinos, tan atrapados como nosotros en un mecanismo de disputa y regateo, prefirieron hablar de que pasarán mil años antes de aceptar las condiciones de Netanyahu.
Y esto es lo que nos transmitió Netanyahu, lo que revelaron sus palabras: aunque los israelíes, en su mayoría, desean la paz, al parecer no van a poder conseguirla. Podemos preguntarnos si de verdad comprendemos, tanto israelíes como palestinos, lo que significa la paz, cómo podría ser una vida pacífica. E inmediatamente surge la duda de si esa opción de la auténtica paz sigue existiendo en nuestras conciencias.
Porque si no existe, significa que no tenemos ninguna forma de alcanzar la paz. Y si es así, por extraño que parezca, no tenemos ninguna motivación para alcanzar la paz.
El discurso de Netanyahu, que debería haber aspirado al nuevo espíritu mundial que ha engendrado Barack Obama, nos dice, entre sus líneas retorcidas, que no habrá paz salvo que nos la impongan. No es fácil reconocerlo, pero cada vez parece más que ésta es la opción que aguarda a israelíes y palestinos: una paz justa y segura -impuesta a las dos partes mediante una firme intervención de la comunidad internacional, dirigida por Estados Unidos- o una guerra, quizá más difícil y amarga que las anteriores.
Manuel
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