Manuel
#420
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Une enquete officielle révèle que 24 pour cent des collégiens âgés de 14 à 18 ans s’enivrent chaque week-end. Un quart des ados! 58 pour cent des jeunes de cette tranche d’âge boivent de façon… habituelle. L’âge moyen du premier verre est 13, 3 ans.
Face à ce fléau, la nouvelle Ministre de la Sante, Trinidad Jiménez, veut responsabiliser les parents, les former, leur donner des cours pour les convertir en “véritables agents de la santé publique!”.
Parallélement à l’alcool, la drogue aussi est très prisée par les jeunes espagnols. L’usage de la cocaïne a certes diminué. Mais les chiffres demeurent impressionants: 5,1% des ados de 14 à 18 ans en ont consommé au moins une fois. 2% en ont pris lors des 30 derniers jours précédant l’enquête! L’âge de la premiere “ligne”: 15,3 ans.
Le cannabis enfin: 20% des 14/18 ans reconnaissent être des consommateurs habituels!
Pour le reconnaître, c’est simple : il porte des T-shirts aux logos étranges, parle un langage bizarre incompréhensible pour le commun des mortels, se nourrit principalement de se qu’il peut commander sur internet et préfère passer une soirée à réparer son ordi que de sortir avec ses amis…
Avant, être geek, c'était la honte. Les gens vous jetaient des pierres dans la rue et les filles détournaient le regard quand elles vous croisaient dans la cours du lycée (ben, oui, à l'origine, le geek était mâle). Mais les temps changent et les moeurs évoluent : d'ancien geeks sont devenu célèbres (Gates, Jobs, Tarantino, Peter Jackson...), la culture geek est à la mode (on ne compte plus le nombre de films sur les super-héros et tout le monde possède un iPod) : les geeks peuvent donc faire leur coming out la tête haute, la geekitude est en marche.
Ouvrez les yeux : vous avez surement un geek ou une geekette dans votre entourage : collègue de travail, copain, voire membre de la famille. Parfois même on vit avec, et c’est pas tous les jours facile !
Una vez más, la mayoría de los israelíes puede apiñarse en torno a lo que parece una oferta audaz y generosa pero, en realidad, es lo de siempre: un compromiso entre las ansiedades, la debilidad y el fariseísmo del centro-un-poco-derecha y el centro-un-poco-izquierda. Qué gran distancia entre esto y los derechos y las legítimas necesidades de los palestinos, ya aceptados por la mayor parte del mundo, incluido Estados Unidos.
Ahora, cuando ya se ha analizado y sopesado cada palabra del discurso, debemos dar un paso atrás y ver la imagen de conjunto. Lo que el discurso dejó al descubierto es el grado de abandono al que hemos llegado los israelíes ante una realidad que exige flexibilidad, audacia y visión. Si pasamos del hábil orador a su audiencia, vemos qué apasionadamente se atrinchera ésta tras sus ansiedades y sentimos el dulce sopor del nacionalismo, el militarismo y el victimismo que constituyeron el flujo vital del discurso.
Aparte de la aceptación del principio de los dos Estados, que Netanyahu proclamó a duras penas, el discurso no incluyó ninguna medida tangible para avanzar verdaderamente hacia un cambio de conciencia. Netanyahu no habló "sinceramente y con valentía" -como había prometido- sobre el papel destructor de los asentamientos como obstáculo para la paz. No miró de frente a los colonos para decirles que el mapa de los asentamientos está en contradicción con el mapa de la paz. Que la mayoría de ellos tendrán que dejar sus hogares.
Debería haberlo dicho. No habría perdido puntos en futuras negociaciones con los palestinos, sino que habría hecho posible comenzar esas negociaciones. Debería haberse dirigido a nosotros, los israelíes, como personas adultas. Debería haber hablado, en concreto y con detalle, sobre la iniciativa de paz árabe. Debería haber indicado las cláusulas que acepta Israel y las que no. Debería haber hecho un llamamiento que les permitiera responder y, de esa forma, haber comenzado el proceso más crucial de Israel.
Netanyahu dedicó muchos minutos a explicar a sus oyentes las promesas y las garantías que Israel necesita recibir de los palestinos antes de entablar las negociaciones. No habló de los riesgos que debe asumir Israel ni de su deseo de alcanzar la paz. No convenció a nadie de que verdaderamente esté dispuesto a luchar por la paz. No llevó a Israel hacia un nuevo futuro.
Yo le vi, y vi los impresionantes datos sobre el apoyo recibido por su discurso, y comprendí qué lejos estamos de la paz. Qué lejos, y quizá qué marchitos en nuestro interior, están la capacidad, el talento y la sabiduría necesarios para forjar la paz, e incluso el instinto para salvarnos de la guerra. Vi cómo su mecanismo interno, siempre en guardia, convierte cualquier intento de hablar de paz en un autoconvencimiento de que existe un edicto celestial que nos ordena vivir siempre con la espada en la mano. Vi todo eso, y supe que ninguna de estas cosas nos va a traer la paz.
Observé asimismo la respuesta de los palestinos, y pensé que son los más leales socios del abandono y las oportunidades perdidas. Su respuesta podría haber sido mucho más prudente y clarividente que el propio discurso. Podrían haber aceptado la patética rama de olivo que les ofrecía Netanyahu, a regañadientes, y haberle retado a iniciar las negociaciones de inmediato; unas negociaciones con alguna posibilidad de que las dos partes desciendan de sus pedestales de grandes declaraciones a la tierra de la realidad.
Pero los palestinos, tan atrapados como nosotros en un mecanismo de disputa y regateo, prefirieron hablar de que pasarán mil años antes de aceptar las condiciones de Netanyahu.
Y esto es lo que nos transmitió Netanyahu, lo que revelaron sus palabras: aunque los israelíes, en su mayoría, desean la paz, al parecer no van a poder conseguirla. Podemos preguntarnos si de verdad comprendemos, tanto israelíes como palestinos, lo que significa la paz, cómo podría ser una vida pacífica. E inmediatamente surge la duda de si esa opción de la auténtica paz sigue existiendo en nuestras conciencias.
Porque si no existe, significa que no tenemos ninguna forma de alcanzar la paz. Y si es así, por extraño que parezca, no tenemos ninguna motivación para alcanzar la paz.
El discurso de Netanyahu, que debería haber aspirado al nuevo espíritu mundial que ha engendrado Barack Obama, nos dice, entre sus líneas retorcidas, que no habrá paz salvo que nos la impongan. No es fácil reconocerlo, pero cada vez parece más que ésta es la opción que aguarda a israelíes y palestinos: una paz justa y segura -impuesta a las dos partes mediante una firme intervención de la comunidad internacional, dirigida por Estados Unidos- o una guerra, quizá más difícil y amarga que las anteriores.
Si ustedes se fijan y hacen memoria o repaso, es probable que conozcan a poca gente que no anteponga algo más bien impersonal y abstracto a sus relaciones con las personas.
Hay una frase que se repite con naturalidad en todos los ámbitos y que no sólo es aceptada, sino que por lo general “queda muy bien” y suscita admiración. Quien la pronuncia suele recibir aplausos y es visto como ejemplo de entrega, de abnegación, de altruismo y hasta de lealtad. Con sus obligadas variantes, se puede escuchar lo mismo en boca de un futbolista que de un político que de un guerrillero, no digamos ya en las de un nacionalista o un clérigo de cualquier religión, que cifran en ella su razón de ser. Yo la encuentro, sin embargo, una frase inquietante si no aberrante, que me lleva a desconfiar inmediatamente de todo el que la haga suya bajo cualquiera de sus infinitas formas. La frase en cuestión viene a decir que algo casi siempre inexistente –o cuando menos inaprensible, o intangible, o amorfo, o invisible– “está por encima” de todo lo demás, y desde luego de las personas: Dios o la Iglesia, España o Cataluña o Euskal Herría, la empresa, el partido, la ideología, el Estado, la revolución, el comunismo, el fascismo, el sistema capitalista, la justicia, la ley, la lengua, esta o aquella institución, este colegio, este periódico, este banco, la Corona, la República, el Ejército, el nombre de cualquier cosa, la cadena tal o cual de televisión, una marca, el Barcelona o el Real Madrid, la familia, mis principios, mi pueblo. Desde lo más ampuloso hasta lo más baladí, todo puede “estar por encima” de las personas y no hay ningún inconveniente en sacrificar o traicionar a éstas en aras de lo que para cada cual sea “sagrado” o “la causa”, ya se trate de ideales, entelequias o quimeras; de imaginarios incorpóreos las más de las veces.
No hay apenas diferencia entre lo que gritan los suicidas islamistas en el momento de inmolarse (“Alá es el más grande”, si no me equivoco) y el primer mandamiento de los cristianos (“Amarás a Dios sobre todas las cosas”, tal como yo lo estudié). El resto son variantes o copias de esta absolutista afirmación, aplicadas a lo que se le ocurra al cenutrio de turno, desde el “Todo por la patria” que ignoro si todavía corona en España los portales de los cuarteles hasta la “Revolución Socialista Bolivariana” o como quiera que llame Hugo Chávez a su proyecto totalitario en Venezuela, pasando por “el ancestral pueblo vasco”, el Rule Britannia, el Deutschland über alles, “la gran patria rusa”, o bien Hacienda, The Times o Le Monde, el Manchester United o la Juventus, la monarquía, la Constitución, la BBC o la RAI o TVE, el Papado o la revolución cultural, por supuesto “el pueblo soberano” y el nombre de cualquier empresa multinacional o local.
La frase en cuestión es a menudo rematada por otra similar, pero aún más explícita:
“Las personas pasan, las instituciones permanecen”, como si estas últimas no fueran, desde la Iglesia hasta el Athletic de Bilbao, obra e invención de las personas, y en realidad no estuvieran al servicio de ellas, sino al revés.
Lo cierto es que a lo largo de demasiados siglos se ha logrado hacer creer eso a la gente, que todos estamos al servicio de cualquier intangible y que somos prescindibles en aras de su perpetuidad. No es, así, tan extraño que esas afirmaciones categóricas y vacuas gocen de tan magnífica reputación, ni que quien deja de suscribirlas sea tenido por un apestado.
¿Cómo, que no está usted dispuesto a sacrificarse por la empresa, Fulánez?
¿Un soldado que no se apresta a morir por su país en toda ocasión?
¿Un revolucionario que no delata a sus vecinos?
¿Un fiel que pone reparos a hacerse saltar por los aires si con ello mata a tres infieles?
¿Un creyente que no abraza el martirio antes que abjurar de su fe?
¿Un futbolista que no rechaza una jugosa oferta económica para seguir con el club que lo forjó?
He ahí ejemplos de un egoísta, un cobarde, un desafecto, un traidor, un apóstata, un pesetero.
El que no pone algo por encima de sí mismo, de las personas y de sus afectos sólo se hace acreedor al insulto y al desprecio.
Y sin embargo …
Yo me siento mucho más seguro y tranquilo en la compañía de quienes carecen de toda lealtad “superior”, de quienes nunca anteponen ninguna abstracción al aprecio por sus allegados, de quienes sólo se volverán contra mí por mis actos y no por ningún dogma ni creencia ni ideal.
Es más, son esas las únicas personas en las que confío, y en cambio nunca podría hacerlo en un religioso ni en un político ni en un militar ni en un nacionalista, tal vez ni siquiera en un creyente ni en un militante ni en un patriota oficial, porque sé que cualquiera de ellos estaría presto a traicionarme o a sacrificarme. Llegado el caso, serían vasallos de lo que hubieran colocado “por encima”, e incondicionales de ello aunque reprobaran el proceder de quienes lo encarnaran.
Por eso no me fío enteramente de casi nadie, tan extendido está el sentimiento que da lugar a esa frase. Y si ustedes se fijan y hacen memoria o repaso, verán también, bajo este prisma, de cuán poquísimos se podrán fiar.
JAVIER MARÍAS 07/06/2009
En segundo lugar, la política china a partir de 1978 se caracteriza por la progresiva sustitución de las vigas del maoísmo, cuya característica más sobresaliente consistía en la abrupta ruptura con el mundo confuciano que, ahora, vuelve otra vez por sus fueros. A diferencia del periodo comprendido entre 1949 y 1978, la China actual tiende puentes con la China de siempre, a sabiendas de que en su interior perviven valores y actitudes que contribuyen, desde la ética y la moral, a organizar la sociedad de forma estable, aun cuando la vida económica del presente guarde, a simple vista, poca relación con la China milenaria.
En el ámbito socio-político, la promoción de la armonía y del gobierno de la virtud, la exaltación de la familia y de los valores tradicionales, constituyen una base aparentemente más sólida y socialmente interiorizada que los principios marxistas que, formalmente, aún abandera el PCCh, pero también mucho más aceptables a priori que nuestros valores liberales y "universales".
En esa doble apreciación tenemos los fundamentos de esta nueva China de la reforma, llamada a ser poderosa. Para entenderla habrá que releer a Confucio, especialmente si queremos acertar en el tratamiento de todas las facetas relacionadas con su emergencia y profundizar en la configuración de unas relaciones estables y de largo plazo, que, por definición, no pueden prescindir ni de la historia ni de la cultura, aspectos ambos de un calado infinitamente superior al señalado por factores tecnológicos, defensivos o estrictamente económicos.
Esa apuesta por el entendimiento cultural debe ser el fundamento también para comprender y gestionar su actual nacionalismo y, sin pecar de soberbia pero tampoco de ingenuidad ni pasando por alto los muchos siglos que China ha dominado el mundo, haciendo acopio de modestia, establecer un diálogo en pie de igualdad que pueda evitar cualquier hipótesis de exacerbamiento que le invite a perseguir la hegemonía a toda costa.
El camino seguido por China a partir de 1978 constituye un ejercicio de transformación verdaderamente admirable, no sólo por la evidente mutación operada en la economía y la sociedad, sino, especialmente, por la capacidad camaleónica del PCCh para ajustar su enfoque en función de las necesidades, sin renunciar del todo a nada, pero plasmando en la práctica no sólo un renacimiento económico capaz de asombrar al mundo, sino una actualización cada vez más notoria de la propia identidad cultural del país que el maoísmo había despreciado, culpándola de todos los males de la nación.
Formalmente hablamos del mismo partido que derrotó al poderoso Kuomintang, pero en la práctica, 30 años después, el tiempo le ha pasado factura. Tanto es así que la legitimidad originaria, maoísta, ha venido perdiendo fuerza desde 1978, a medida que el PCCh ha vertebrado una nueva legitimidad basada en el desarrollo y, ahora mismo, ensaya de forma limitada una democracia que le permita superar incólume sus mayores desafíos (entre ellos, la corrupción) y sortear las críticas internacionales por su mal disfrazada ambigüedad. Comunista o confuciano, el PCCh, con una generación al frente que a partir de 2012 podrá conducirse ya sin las ataduras limitantes dispuestas por Deng Xiaoping al inicio del proceso, debe encarar en los próximos años las pruebas más duras de su supervivencia política.
Para ellos es de prever que Mao, como Sun Yat-sen, el fundador de la República, quede en otro buscador de caminos. Quien realmente lo encontró fue Deng y aquellos que, como Liu Shaoqi y tantos otros, ya defendían estas políticas en tiempos del maoísmo. Lo que a algunos, no lo olvidemos, les costó la vida.
La enorme abstención prevista puede anotarse, pues, en la cuenta de los partidos, aunque sus víctimas sean el prestigio y la legitimidad de la Eurocámara, y de rebote, lo que significa en el entramado comunitario: un contrapeso a las tendencias individualistas de muchos de los Gobiernos.
Es falso que el desinterés de la ciudadanía por Europa sea inevitable, y la prueba es que en otros momentos ha formado parte de las aspiraciones compartidas por todo el electorado. Y no es cierto que sea incapaz de entender su alcance y necesidad en un mundo globalizado, en el que las decisiones nacionales apenas tienen incidencia. Quienes han sido incapaces de vincular el debate nacional con las políticas europeas han sido los partidos.
El Parlamento que surgirá del 7-J ostentará muchas competencias para codecidir con los Gobiernos en la UE. De hecho, más competencias que nunca, a menos que las crisis checa y británica arruinen el Tratado de Lisboa. Aunque le falte la potencia de arrastre que supondría la capacidad para designar un Gobierno, podrá influir en la política contra la crisis, la evolución del modelo social o los dilemas ambientales. Así sucedió en la última legislatura en asuntos como los vuelos secretos de la CIA o las directivas más escoradas hacia el ultraliberalismo social.
La UE afronta retos como el de completar la unión económica y monetaria, reforzar la política exterior, salvar el Estado de bienestar o incrementar la seguridad interna. Para ello conviene evitar la erosión de legitimidad asociada a la abstención.
Pese a la lógica tentación de castigar a toda la clase política, no hay que olvidar que votar es un deber cívico y también un derecho al que no hay que renunciar.