La imagen del juez abandonando la Audiencia Nacional es sorprendente y, sin duda, ha conmocionado a una buena parte de la ciudadanía española e internacional.
Se cesa a un juez que ha servido al Estado de derecho durante casi 30 años, 20 de ellos en la Audiencia Nacional. Un juez que se ha ganado el prestigio gracias a su labor en la persecución de los crímenes internacionales, de terrorismo y relativos a la corrupción pública.
De su trabajo en estos años resulta especialmente relevante su decisiva contribución en el caso Pinochet a favor de la concepción de la Justicia Universal. Desde las sentencias del Tribunal de Nuremberg, en defensa de los valores universales asociados a la dignidad de las personas y al derecho a la vida, ninguna resolución judicial ha tenido más repercusión en la consolidación de los principios de imprescriptibilidad y jurisdicción universal para la persecución de los delitos de genocidio y contra la humanidad que la orden de detención internacional del juez Garzón al general Augusto Pinochet, en el año 1999.
Estos principios obligan a todos los Estados a perseguir los graves crímenes contra los derechos humanos, en cualquier lugar y en cualquier momento que se hubieran producido, precisamente porque no sólo afectan de forma directa a las víctimas, sino que agreden al conjunto de la humanidad por su carácter sistemático y masivo.
Pues bien, estos mismos principios son los que intentó aplicar el juez Garzón en la causa por los crímenes de la cruenta dictadura franquista. Y, paradojas de la vida, la actuación que hace 11 años fue objeto de reconocimiento, ahora le lleva al banquillo de los acusados, a raíz de la iniciativa de un autodenominado sindicato Manos Limpias, cuyo máximo dirigente aparece históricamente vinculado a la ultraderecha, y en virtud de una querella de Falange Española y de las JONS, por el momento apartada del proceso por razones formales.
Y ello, a pesar de la razonada oposición del Ministerio Fiscal y de la inexistencia de perjudicados por sus resoluciones calificadas de prevaricadoras. Ni un solo ciudadano ha comparecido ante el Tribunal Supremo sintiéndose víctima de las decisiones del juez Garzón. Contrariamente a ello las víctimas del franquismo constataron que se abría una vía de esperanza a sus legítimas demandas de justicia y reparación y tutela judicial efectiva.
El peor delito que puede imputarse a un juez es el de prevaricación: dictar a sabiendas una resolución injusta. Sólo aquellas decisiones judiciales que no tengan cabida en la ley, y que comporten un retorcimiento tal del ordenamiento jurídico de forma que resulten indefendibles, pueden ser tildadas de prevaricadoras.
El procedimiento penal abierto por el juez Garzón lo fue a raíz de las denuncias presentadas por familiares de las víctimas del franquismo, cuya legítima pretensión era saber la verdad, recuperar los restos de sus familiares ejecutados, conocer la suerte de los desaparecidos y conseguir que se hiciera justicia. Sus decisiones jurisdiccionales se han basado en la consideración de que las desapariciones forzadas, el secuestro organizado de niños y los asesinatos masivos son crímenes de lesa humanidad que no están prescritos ni amparados por la Ley de Amnistía de 1977, en aplicación de los Tratados Internacionales ratificados por España y del derecho internacional de los derechos humanos, cuyas normas forman parte de nuestro ordenamiento y nos obligan.
Pueden ser decisiones discutibles pero responden a una doctrina que es compartida por jueces españoles y de otros países, además de por un sector significativo de los juristas expertos en derecho internacional.
Estamos ante un debate jurídico serio y complejo, y por muy discutible que sea, y justo por eso, no puede ser objeto de criminalización. Una controversia que, en el fondo, lo es también sobre la independencia judicial, al alcanzar de lleno lo que constituye el ámbito propio de la tarea judicial: la interpretación de las leyes a la luz de la Constitución y de las normas internacionales.
En la declaración "a favor de la libertad de interpretación judicial" suscrita por el Secretariado de Jueces para la Democracia y firmada por más de 50 jueces el pasado 12 de febrero, se afirmaba que la tarea judicial es hoy un espacio de creación, no porque lo quiera el juez, sino porque lo impone la realidad de la propia ley. Por ello cercenar el debate jurídico resulta altamente preocupante para la independencia judicial porque desincentiva la imaginación jurídica, moldea jueces conformistas y sumisos al poder y a la jerarquía y se erige en un obstáculo insalvable para la imprescindible evolución de la jurisprudencia.
Y, así las cosas, ¿podía el Consejo General del Poder Judicial haber decidido no suspender cautelarmente al juez Garzón?
En nuestra opinión sí. Es cierto que la Ley Orgánica del Poder Judicial determina que la suspensión de los jueces y magistrados tendrá lugar "cuando se hubiera declarado haber lugar a proceder contra ellos por delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones". Sin embargo, su aplicación no puede entenderse de forma automática.
Cabría distinguir entre aquellos procedimientos penales en los que la querella ha sido interpuesta por el Ministerio Fiscal de aquellos otros en los que el querellante es una acusación popular. La diferenciación no es gratuita: el fiscal constitucionalmente defiende el principio de legalidad, lo que no ocurre con la acción popular, que defiende intereses difusos, y en ocasiones contrarios al interés general. Una acusación del fiscal comporta una mayor solidez de que en el futuro pueda prosperar una condena contra un juez. Sin embargo, una petición de absolución por el Ministerio Fiscal, representante de la legalidad, hace más plausible una sentencia absolutoria, pese al ejercicio de la acción popular por acusaciones claramente posicionadas a favor del franquismo y en contra de la recuperación de la memoria de las víctimas.
En cualquier caso, cabía otra solución, la de haber aceptado previamente su petición de traslado a la Corte Penal Internacional, informada favorablemente por todas las instituciones públicas implicadas, y haber esperado al resultado del juicio y de la sentencia, antes de proceder a la suspensión.
El juicio que va a iniciarse ante el Tribunal Supremo será recordado como el proceso contra el juez que quiso esclarecer los crímenes del franquismo. El Tribunal Supremo deberá resolver si la inaplicación de la Ley de Amnistía entra en el terreno de lo discutible y deberá pronunciarse sobre si el juez Garzón actúo en el ámbito de su independencia judicial; también si se ha respetado su derecho a un proceso justo.
En su caso, el Tribunal Constitucional y, en última instancia, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos deberán pronunciarse sobre idénticas cuestiones.
Aunque no compartamos muchas de las decisiones adoptadas contra el juez Garzón, vivimos en un Estado de derecho y confiamos en nuestro sistema judicial. Esperamos, por ello, que Baltasar Garzón pueda algún día volver a ejercer como juez. Creemos que con ello aumentará la credibilidad en nuestra justicia y la confianza de los ciudadanos en nuestras instituciones.
Montserrat Comas d'Argemir, Ramón Sáez Valcárcel,
Manuela Carmena y Javier Martínez Lázaro son magistrados.
Félix Pantoja García es fiscal.
Y todos son ex vocales del Consejo General del Poder Judicial.
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