En un estudio, Mark Leonard y Nicu Popescu clasificaron a los 27 Estados miembros en hasta cinco grupos (desde los "partidarios de una nueva guerra fría" a los "caballos de Troya") en función de sus preferencias a la hora de tratar con Moscú (Política Exterior, núm. 121 de 2008).
A un extremo, unos querían aislar a Rusia, convencidos de que seguía siendo una amenaza; otros, sin embargo, eran partidarios de ignorar los excesos rusos (tanto dentro como fuera de sus fronteras), dejar las cosas correr y centrarse en hacer buenos negocios.
Estas divisiones internas han permitido a Rusia manejar a los europeos a su antojo, premiando a unos, ignorando a otros, incluso coaccionando descaradamente a algunos sin que los demás acudieran en su ayuda.
Nada simbolizó mejor esta retirada europea que la contratación del ex canciller alemán, Gerhard Schröder, para presidir el consorcio Nordstream que tendería en el Báltico un gasoducto entre Alemania y Rusia con el que sortear a la siempre problemática Ucrania.
El mérito de Rusia es innegable: desde una economía que es 15 veces menor que la de la UE, un presupuesto de defensa 10 veces menor que el de los 27 y una población tres veces y media inferior, ha podido hablar de tú a tú a la UE y obstaculizar seriamente sus planes, desde Ucrania a Asia Central, pasando por Kosovo, Irán o Georgia.
Un aplauso para su diplomacia, que ha sabido aplicar la vieja regla divide et impera (divide y vencerás) con más éxito que nadie.
Muchos europeos, de forma bienintencionada aunque excesivamente inocente, han confiado en que el mero transcurrir del tiempo iría acercando a Rusia a parámetros occidentales hasta convertirla en una democracia representativa con una economía abierta al exterior y una política exterior alineada con la UE.
Sin embargo, en un interesante ensayo publicado en el libro ¿Qué piensa Rusia? (CIDOB, 2010), Gleb Pavlosky, uno de los arquitectos de conceptos clave para entender la Rusia de hoy como el "consenso de Putin", "democracia soberana" o "verticales del poder", señala que, frente a lo que creen algunos, el objetivo de Rusia no es unirse a Occidente, sino librarse de él. Debido a las traumáticas experiencias de 1917 y de 1991, donde los cambios internos se tradujeron en pérdidas significativas de territorio y continuas humillaciones por parte de otras potencias, la élite gobernante en Rusia maneja hoy un concepto de libertad distinto del que solemos manejar normalmente: libertad de elegir internamente y sin interferencias el régimen político; libertad de actuar internacionalmente sin ser constreñidos por otros (especialmente por el unilateralismo estadounidense); y libertad económica (que no liberalismo) en el sentido de poder lograr una prosperidad lo suficientemente importante como para sostener un Estado fuerte.
Desde estos parámetros, en los que la democracia se ha visto como sinónimo de debilidad y caos, es más fácil entender la actuación rusa en estos últimos años.
Afortunadamente, sin embargo, las cosas han cambiado o, mejor dicho, están cambiando.
Rusia se siente ahora psicológicamente más segura que hace unos años, a lo que ha contribuido notablemente tanto la llegada de Obama a la Casa Blanca como la crisis financiera, que ha puesto en paréntesis la rivalidad geopolítica en la región euroatlántica. Con los planes de desplegar el escudo antimisiles en Polonia cancelados, la expansión de la OTAN a Ucrania y Georgia detenida y la presencia de la flota rusa en Sebastopol prorrogada por Yanukóvich, Rusia puede concentrarse ahora en sus problemas internos, que son muchos, especialmente en lo que se refiere a la modernización económica del país, la gran asignatura pendiente en un país excesivamente dependiente de las exportaciones de recursos naturales y con un sistema legal que todavía es un problema tanto para las empresas como para la sociedad civil.
En esa modernización es donde la UE puede jugar un papel importante, siempre que se cumplan dos condiciones: una, que actúe unida y, dos, que no olvide que el objetivo de Rusia no es integrarse en Europa, sino ser un polo de poder en el mundo multipolar que caracteriza ya el siglo XXI.
En contraste con la cumbre UE-América Latina, donde España tuvo un papel protagonista, esta vez, en lugar de José Luis Rodríguez Zapatero y Miguel Ángel Moratinos, el protagonismo estará en manos del presidente del Consejo, Herman Van Rompuy, y la alta representante para la Política Exterior, Lady Ashton.
Será por tanto una excelente oportunidad para comprobar hasta qué punto la UE también se ha reinicializado a sí misma y es capaz también de actuar coordinadamente poniendo fin a sus divisiones.
Manuel
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