lunes, diciembre 08, 2008

Pekín necesita ayuda

China vive un periodo de prosperidad.
Pero tal vez, si no acomete las reformas necesarias, pronto sufra sus propios problemas, que serían también los nuestros

TIMOTHY GARTON ASH 07/12/2008

Los reformistas chinos pretenden llevar a cabo unos cambios políticos graduales que acompañen el asombroso crecimiento económico del país.
Si no lo consiguen, será la guerra.

Cuando veo las reacciones chinas ante los problemas del resto del mundo, desde los ataques terroristas de Bombay hasta la recesión en Estados Unidos y Europa, percibo una nota de autocomplacencia y una pizca de arrogancia.
"Si eso es lo que se consigue con la democracia, quizá estamos mejor sin ella", es el resumen que hace un pensador oficial de las atrocidades de India. Y si Occidente quiere que China le saque del lío financiero en el que él mismo se ha metido, va a tener que dar a Pekín más poder en las instituciones internacionales. El estribillo de "China ha vuelto" se une al de "eso no ocurriría aquí".
Pero quizá es una afirmación prematura.
Y si es así, saldremos perdiendo también nosotros, además de ellos.

Asombroso es el calificativo que define el desarrollo económico de China en los 30 años transcurridos desde que Deng Xiaoping inició lo que después se ha llamado el periodo de reforma. En estos tres decenios, el crecimiento ha sido de una media superior al 9% anual. Mientras escribo puedo ver los rascacielos del centro de Shanghai con sus estridentes luces de neón, que hacen que, salvo en las grandes ciudades estadounidenses, todos los barrios de oficinas del mundo parezcan bajos y sosos. Al otro lado del río, el centro comercial Superbrand es una colmena de consumo descarado, llena de jóvenes chinos que se detienen a tomar un café en Starbucks cargados de bolsas de las marcas occidentales más de moda. Es cierto que las ciudades como Shanghai son islas de prosperidad urbana en un mar de atraso rural, pero este crecimiento también ha sacado a unos 300 millones de personas de la pobreza extrema. Según la Unidad de Inteligencia de The Economist, si la economía china mantiene este ritmo, alcanzará hacia el año 2020 el mismo volumen más o menos que las de Estados Unidos y la Unión Europea.
Si mantiene el ritmo.

El conocido partidario del libre mercado Zhang Weiying, decano de una nueva e impresionante Facultad de Empresariales en la Universidad de Pekín, afirma que, después de 30 años, la reforma económica está prácticamente terminada. Los máximos puestos de la economía china siguen ocupados por gigantescas empresas de control estatal, pero, a medida que cotizan en bolsas de todo el mundo, tienen accionistas privados minoritarios y se enfrentan a las presiones del mercado, tienen que comportarse, cada vez más, como empresas en busca del máximo valor.
Les falta mucho por hacer, pero la dirección está clara.

Lo que hace falta para los próximos 30 años, dice, es una reforma política complementaria, que empiece por el imperio de la ley.
Éste es un argumento que he oído muchas veces durante los últimos 15 días, y en lugares bastante sorprendentes. Por ejemplo, en los austeros despachos de la Oficina Central de Recopilación y Traducción del Partido Comunista Chino, una institución cuya principal tarea es recoger y traducir los escritos y declaraciones oficiales, desde Marx hasta Hu Jintao, pasando por Mao. Su subdirector, Yu Keping, un destacado politólogo y reformador del partido, dice que China está haciendo la transición del imperio del hombre al imperio de la ley. Por primera vez en varios miles de años de existencia del Estado chino, indica, se está ofreciendo a las personas corrientes la posibilidad de tener recurso legal contra la autoridad política. Incluso los máximos dirigentes del partido y de la nación deben estar sometidos a las leyes. El país necesita asimismo un Gobierno más transparente y menos corrupto; una Administración que cubra con más eficacia las necesidades de sus ciudadanos ("¡ventanilla única!", grita con entusiasmo), y más democracia, tanto en los Gobiernos locales como dentro del Partido Comunista. El camarada Lenin se revolvería en su tumba.

La práctica va muy por detrás de esta teoría.
Cualquier abogado chino habla de cuánto le falta al país para tener un sistema judicial independiente. Y las autoridades, aunque ya no son comunistas más que de nombre, siguen siendo leninistas en un aspecto vital: defienden a rajatabla su monopolio del poder político. No obstante, también en las reformas políticas se ve una orientación prometedora.

Si en el resto del mundo tenemos algo de sentido común, fomentaremos el proyecto por todos los medios a nuestra disposición, empezando por los objetivos que se han propuesto los propios reformistas chinos.
En vez de decir: "No, eso no puede salir bien, lo que necesitáis es una democracia de partidos de estilo occidental", deberíamos decir: "Muy bien, para fortalecer el imperio de la ley, aquí está toda esta serie de experiencias detalladas, para lograr una Administración con funcionarios más profesionales contamos con este método útil".
Conseguiremos más si ofrecemos una caja de herramientas compleja para el buen gobierno y el imperio de la ley, que incluya los derechos humanos y civiles, que con un modelo único de democracia.

Hace 30 años habríamos dicho que capitalismo leninista era una contradicción, como bolas de nieve fritas. Pues bien, aquí lo tenemos, delante de nuestros ojos.
Después de otros 30 años de reformas graduales al estilo chino, de "cruzar el río tanteando las piedras", como dijo Deng Xiaoping en una famosa frase, ¿quién sabe a qué nueva orilla política llegarán?

Ahora bien, el sistema chino sufre numerosas tensiones.
Las protestas públicas son un hecho habitual, y algunas se vuelven violentas: unos manifestantes invadieron hace poco las oficinas del Partido Comunista en la provincia de Gansu. Y eso, antes de que la crisis económica haya empezado a hacer mella. La prueba de cualquier sistema político es cómo sortea los malos tiempos; el sistema chino surgido en los últimos 30 años no ha tenido que pasar aún esa prueba.

¿Qué alternativa hay si no es la de seguir con unas reformas graduales cuyo final no conocemos?
Una posibilidad es que se produzca un fenómeno que hemos visto en otros lugares del mundo poscomunista. Ante el descontento creciente, a medida que unas expectativas cada vez más optimistas chocan con un rendimiento económico cada vez peor, los gobernantes poscomunistas recurren al nacionalismo para conservar su poder. Existen todos los motivos para pensar que eso podría ser popular entre los chinos. En China no es frecuente encontrar, ni siquiera entre quienes critican el sistema actual, mucha simpatía por los tibetanos ni por la población musulmana en la provincia norteña de Xinjiang. Si unos cuantos miembros desesperados de esas pequeñas minorías empezaran a utilizar la violencia en una de las grandes ciudades chinas, la reacción de la mayoría sería seguramente mucho más feroz que la producida en India. Los nacionalistas que escriben en la hiperactiva blogosfera china son más antioccidentales que los actuales gobernantes del país. Si en los próximos años el sistema actual no consiguiera responder a las expectativas, por una mezcla de recesión mundial, resistencia norteamericana y europea a las exportaciones chinas, corrupción local, mala gestión y falta de controles democráticos, aumentaría la tentación de rescatar la legitimidad mediante el recurso a un nacionalismo más agresivo.

Incluso con los gobernantes más prudentes del mundo en Pekín y Washington, será difícil gestionar el reequilibrio mundial de poder durante los próximos decenios sin conflictos.
Al presentar su equipo de seguridad nacional el lunes, Barack Obama afirmó que "las nuevas potencias seguras de sí mismas han generado tensiones en el sistema internacional". Pero también hay gente más exaltada en Washington. Un antiguo jefe militar estadounidense, el almirante William Fallon, reveló hace poco que, con George W. Bush, hubo en el Pentágono gente "que me aconsejó que me preparase para el tiroteo, porque tarde o temprano íbamos a entrar en guerra con China".

Susan Shirk, que fue una de las principales responsables de la política estadounidense respecto a China durante la presidencia de Clinton, dice en su libro China: fragile superpower que Estados Unidos debería dar prioridad al comportamiento externo de China, precisamente para evitar el peligro de guerra a largo plazo.
Pero el comportamiento externo de China no puede separarse de su dinámica interna.
No podemos permitirnos el lujo de no interesarnos por el progreso de sus reformas económicas y políticas, graduales y sin rumbo fijo, y debemos desear que tengan éxito.


Manuel
#299

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