Al fin.
“Un Egipto democrático no es una amenaza para la paz”.
Menos mal.
Hasta ahora, de todo lo que había dicho el primer ministro Benjamín Netanyahu se desprendía lo contrario: que Israel se siente muy cómodo con su monopolio democrático en un océano de tiranías y prefiere mantener la exclusiva durante el mayor tiempo posible.
No era una cuestión meramente retórica.
Estaba claro, además, que nadie como un dictador para garantizar un buen tratado de paz, debidamente engrasado por contratos civiles, ayuda militar, colaboración policial y de espionaje, y naturalmente, negocios con que los que dar de comer a todos, de uno y otro lado.
Pero eso se ha terminado y no volverá nunca más.
Quien quiera la paz, deberá ganársela con las sociedades civiles y firmarla con regímenes plurales y democráticos.
De ahí la primera reacción absurda de Netanyahu a la revuelta tunecina, empeñado en cargarse de razón más que en atender a los hechos: era la demostración de que no se puede hacer la paz en un contexto geopolítico tan inestable.
El segundo movimiento, cuando ya se tambaleaba el faraón, no fue mucho mejor: no os alegréis de la caída del tirano, porque será una revolución como la iraní.
Ahora, ante el inevitable curso de los acontecimientos, no hay más remedio que dar un paso atrás para que no se identifique a Israel con los enemigos de la libertad y de la democracia.
No es distinto lo que le ha ocurrido a la secretaria de Estado, Hillary Clinton, que en una semana ha pasado de ensalzar la estabilidad a favorecer el cambio.
Al vicepresidente Joe Biden que se negó a identificar a Hosni Mubarak como un dictador.
O al presidente Obama, que ha tenido que salir en dos ocasiones a salvar la cara ante los árabes pero todavía no le ha dicho a Mubarak que se vaya, con la misma contundencia y resolución con que Reagan le dijo a Gorbachov que derribara el Muro de Berlín. Se entiende la prudencia: un gesto brusco dejaría a todos los otros socios, empezando por la monarquía saudí, al pie de los caballos.
Pero la cautela excesiva consigue el efecto contrario ante las poblaciones civiles de unos países que identifican a sus tiranos con EE UU.
Esta revolución promete ser como la de 1989, pero geoestratégicamente del revés.
De momento, las fichas van cayendo, una detrás de otra.
Ni uno sólo de los gobiernos árabes ha podido sustraerse a la oleada del cambio.
Con mayor o menor celeridad, todos los regímenes están moviéndose para aplacar el descontento, desde medidas sobre los precios de los productos básicos hasta cambios de gobierno, pasando por la rectificación de los habituales planes de sucesión familiar.
Aunque el movimiento tectónico no ha hecho más que empezar, ya se puede dar por descontado que la arquitectura geopolítica del mundo árabe y más en concreto de Oriente Medio quedará hecha una ruina.
Todos deberán repensar y reconstruir sus estrategias.
Ahora se han quedado con las manos vacías.
Ninguna de las piezas que han sostenido la estabilidad de la región en los últimos 40 años, desde la guerra del Kipur en 1973, se mantiene ya en pie.
Israel, sin la pieza clave que era el Egipto de Mubarak, centra toda su preocupación en mantener el tratado de paz firmado en Camp David en 1977.
Un Egipto menos monolítico, con mayor peso del islamismo político de los hermanos musulmanes, e incluso con una fuerte sociedad civil, que simpatiza por instinto con la causa palestina, es todo lo contrario de la seguridad que significaba el régimen de Mubarak, con su estrecha colaboración en la vigilancia de la franja de Gaza, su control sobre el canal de Suez, su influencia sobre la Autoridad Palestina y el conjunto árabe y, sobre todo, la garantía de una frontera segura y en paz.
A pesar de la rectificación de última hora, Netanyahu sabe que un Egipto democrático, al estilo de Turquía, sería un vecino más inquietante para su actual visión estratégica.
El Israel de las vallas de seguridad, de las colonias en Cisjordania y Jerusalén Este en expansión constante, de la franja de Gaza bajo bloqueo militar y de una Autoridad Palestina administrando bantustanes políticamente inviables es literalmente imposible en un contexto árabe de transición a la democracia.
Puede que los actuales gobernantes israelíes tomen ahora conciencia de que han sido ellos, y no los palestinos, quienes no han dejado pasar ni una sola oportunidad de perder toda oportunidad (una frase célebre del ministro de exteriores israelí, Abba Eban, referida naturalmente a los que hasta ahora han sido el payaso de las bofetadas).
La revolución democrática árabe conduce indefectiblemente a que los palestinos exijan sus derechos civiles. Si no se les reconoce en un Estado palestino propio, habrá que hacerlo dentro de un único Estado donde los árabes en muy pocos años serán mayoría.
Quizás para Israel ésta es la prórroga de la última oportunidad.
Manuel
#684
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