En medio de la crisis económica más compleja de la historia de la humanidad, la Unión Europea ha tomado una serie de decisiones que han impulsado, de hecho, seguramente más por necesidad que por convencimiento, el proceso de integración. Durante estos meses, y como consecuencia de las decisiones que los diversos Estados europeos se ven obligados a adoptar para hacer frente a la crisis económica, están teniendo lugar las transformaciones más profundas de toda la historia de la integración europea.
Especialmente con la irrupción de la crisis de la deuda soberana los proyectos de reforzamiento de la unión económica mutualizando sus riesgos se suceden a un ritmo acelerado y ponen de manifiesto que la Unión Europea es más evolutiva de lo que lamentaban sus críticos.
¿Vamos demasiado deprisa o demasiado despacio en ese proceso de cesión de soberanía?
Formo parte de quienes desearían una mayor velocidad y una apuesta más decidida por la federalización, pero esta opción no me impide reconocer, frente a una crítica que carece de matices cuando el objeto es la Unión Europea, que hemos realizado unos avances que eran impensables en tiempos de mayor serenidad. Puede bastar este ejemplo para tranquilizar a los más inquietos. Entre el acuerdo del Consejo Europeo de Copenhague (abril de 1978) y su entrada en vigor (marzo de 1979) pasó casi un año. Se trataba entonces de fijar una forma de paridad entre las monedas de la CEE para conseguir el objetivo de "una zona europea de estabilidad monetaria". Los nueve países que formaban entonces parte de la Comunidad habían tardado previamente siete años en ponerse de acuerdo. En 2010 han bastado cuatro meses para pasar de las divergencias a un acuerdo de política comunitaria para afrontar la crisis de las deudas soberanas. Mientras tanto, hay un debate en marcha y expectativas de que el Banco Central Europeo adopte un papel más protagonista en la gestión de las crisis financieras.
Los 17 países de la zona euro y los 27 de la UE ponen en marcha, con sus fondos de garantía, una solidaridad presupuestaria y, sobre todo, inequívocos mecanismos de federalismo presupuestario.
Conviene valorar estos avances en su contexto histórico y de acuerdo con unas inercias que son más pesadas de lo que tal vez desearíamos.
La Unión Europea es una asociación de Estados nacionales posnacionalistas. Si la consideramos con la perspectiva de cinco siglos de historia moderna y contemporánea, la integración europea es una auténtica revolución; examinada desde el punto de vista de las urgencias que plantea la globalización es una integración muy lenta. Esta lentitud puede explicarse, por supuesto, porque la ciudadanía europea ni puede ni quiere separarse de esos cinco siglos de historia. Mutualizar 27 soberanías es un proceso inédito en la historia de la humanidad.
Es, sin duda, un proceso de alcance universal.
Pero es lógico que se vea acompañado por lentitudes, dudas, retrocesos y sinuosidades.
Es justo que examinemos lo que nos queda por hacer a partir de estos avances.
Y lo que hay que hacer es completar el proyecto del euro con un verdadero gobierno económico en la eurozona. Los mecanismos de gobierno europeo se han revelado como dramáticamente inadecuados. Con ocasión del problema griego se puso especialmente de manifiesto que una unión monetaria exige verdaderos mecanismos de coordinación presupuestaria. Estamos percibiendo ahora los problemas de haber creado la moneda única sin la suficiente coordinación presupuestaria y política. Tampoco disponemos de la solidaridad que sería necesaria, ya que las reglas del Pacto de Estabilidad por lo general no han sido respetadas.
En el momento de la crisis de 2008, Europa se encontraba con una institución monetaria inacabada, un crecimiento económico débil, importantes deudas privadas y públicas, así como falta de acuerdos en relación con las decisiones económicas, políticas y estratégicas que debía adoptar.
Pero hay algo más grave para la moneda única: la zona euro incluye países cuyas trayectorias económicas son divergentes: la Alemania exportadora pone el acento en el coste del trabajo en detrimento de la demanda interior; Francia, por el contrario, mantiene su crecimiento sobre la base del consumo privado; Grecia es una economía de servicios, por definición poco exportadora; España se apoya en el mercado inmobiliario.
¿Qué hacer con esta heterogeneidad del espacio económico europeo cuando la divergencia acentúa los intereses particulares, cuando el tránsito a nuevas etapas de cooperación implicaría decisiones que tocan a ciertos compromisos profundamente inscritos en la particularidad de cada Estado y sus respectivos contratos sociales?
Efectivamente, es difícil pedir a los contribuyentes alemanes, por ejemplo, soportar las consecuencias de la falsificación de las cifras griegas que les permitieron beneficiarse de los tipos de interés muy bajos o facilitar la liquidez de la banca irlandesa cuando todos sabemos que su espectacular despegue de los años noventa se debe a las ayudas europeas pero sobre todo a un dumping fiscal no coordinado con el resto de Europa.
El acoso de los mercados con Europa se debe en buena parte a que la crisis ha tocado una zona monetaria cuya integración es frágil.
Para entender a qué obedece este ensañamiento de los mercados, puede ser útil preguntarse por qué la deuda griega o irlandesa no han sido tratadas como las de Luisiana o California. El 13 de enero de 2010, Standard & Poor's bajó la nota de California, lo que tuvo graves repercusiones en cuanto a las condiciones para financiar sus necesidades de tesorería, pero el dólar no fue atacado; no hubo ningún anuncio de un plan de ajuste de las finanzas públicas americanas, y eso que el peso de California en Estados Unidos es más fuerte que el de Grecia en Europa.
Estados Unidos tiene una deuda pública muy elevada, pero este problema, si es gestionado con seriedad por las autoridades, no puede ser objeto de ataques especulativos con la misma intensidad que una moneda joven y con un entorno de incertidumbre mayor como el euro.
¿A qué se debe esta diferente actitud en uno y otro caso?
La respuesta tiene que ver con el hecho de que hay una unidad económica de los Estados Unidos más allá de los Estados que componen la federación, identidad que falta en Europa.
Los mercados no reconocen la unidad de la zona euro y eso nos debilita. Se quejaba Jean-Claude Trichet de que los inversores internacionales no comprendieran los mecanismos europeos de decisión y la dimensión histórica de la construcción europea. Pero a los mercados financieros no se les puede echar en cara esto porque no hacen sino constatar la realidad. Somos una federación monetaria pero sin el equivalente de una federación presupuestaria en términos de control y de supervisión de la aplicación de las políticas en materia de finanzas públicas.
Los países de la Unión tienen por lo general un nivel elevado de regulación de los mercados financieros, pero estos mecanismos no están hoy suficientemente unificados y, sobre todo, no se encarnan en una autoridad que asegurara su respeto.
Así pues, el problema es la ausencia de identidad económica en la zona euro y su débil gobierno.
¿Cómo va a transformar a Europa esta crisis?
Hasta ahora, aun siendo mejorable, la coordinación europea ha sido decisiva.
Los mercados especulan sobre las divisiones que perciben cuando la gestión intergubernamental es caótica. Hace falta, por tanto, avanzar en la mutualización de los riesgos económicos y completar el sistema monetario con una autoridad reconocible. Es urgente reequilibrar la deliberación política y la realidad de los mercados.
Europa es un proyecto interesante también por lo que tiene de ensayo por construir un espacio en el que se reconcilien lo político, lo económico y lo social.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía,
investigador "Ikerbasque" en la Universidad del País Vasco
y director del Instituto de Gobernanza Democrática (www.globernance.com).
Manuel
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