La cultura moderna consiste en estar sentado, en mirar, en teclear y callar.
El pensamiento ya no es una fuente de creación ni de rebeldía.
Frente a nuestros ojos discurre ahora una cinta perenne de imágenes, cada una más excitante que la anterior, más directa, más luminosa.
Prácticamente el cerebro humano se ha convertirlo en un recipiente de iconos, de rostros, sexos, muñecos, envases, marcas, paneles, pornos, carátulas, solapas, videojuegos, e-mails, telediarios que hacen rodar las tragedias por la pantalla como esa nube de algodón azucarado que venden en las ferias y que duran solo un minuto en poder de los niños.
Los carteles de espectáculos pegados a una tapia estaban visibles al menos una mañana entera antes de que los tapara otro reclamo, pero hoy la noria de luces superpuestas es instantánea y convulsiva cuyo vértigo constituye ya la sustancia de la mente.
Los jóvenes hoy se alimentan de imágenes. Lo que no se ve, no existe.
El pensamiento clásico ha quedado en manos de algunos taxistas cabreados con un mondadientes en la boca y de sus discípulos predilectos, que son algunos articulistas, intelectuales y analistas obsesionados con las zanjas del Ayuntamiento, con el ruido callejero y con la dificultad para aparcar.
La crisis de la existencia ha sido reducida a un malhumor municipal, en esa charca ha sido ahogado Schopenhauer.
Luego están los moralistas sin sentido del humor y los políticos gafes que se han visto obligados por la cultura de la imagen a teñirse el pelo y a trasquilarse las ojeras.
Con un dedo firme señalan el camino, con palabras podridas por la halitosis te dan lecciones, pero nada es valido ya sin la alegría superficial y gentil del facebook, nada es real sin las imágenes que se devoran unas a otras bajo el relámpago de magnesio sobre una infinita alfombra roja que va rolando por las esferas e introduce a los héroes del momento en nuestra cocina, en el comedor, en el cuarto de baño, en el dormitorio y los ahoga en las dos mejillas de la almohada donde se confunden con el sueño o el insomnio.
Somos seis mil millones de humanidad.
La mitad está sentada mirando cómo la otra mitad hace el payaso.
Y así sucesivamente se va llenado el desván de nuestro cerebro de iconos.
Mirar, callar y teclear, de todo, de nada.
El pensamiento ya no es una fuente de creación ni de rebeldía.
Frente a nuestros ojos discurre ahora una cinta perenne de imágenes, cada una más excitante que la anterior, más directa, más luminosa.
Prácticamente el cerebro humano se ha convertirlo en un recipiente de iconos, de rostros, sexos, muñecos, envases, marcas, paneles, pornos, carátulas, solapas, videojuegos, e-mails, telediarios que hacen rodar las tragedias por la pantalla como esa nube de algodón azucarado que venden en las ferias y que duran solo un minuto en poder de los niños.
Los carteles de espectáculos pegados a una tapia estaban visibles al menos una mañana entera antes de que los tapara otro reclamo, pero hoy la noria de luces superpuestas es instantánea y convulsiva cuyo vértigo constituye ya la sustancia de la mente.
Los jóvenes hoy se alimentan de imágenes. Lo que no se ve, no existe.
El pensamiento clásico ha quedado en manos de algunos taxistas cabreados con un mondadientes en la boca y de sus discípulos predilectos, que son algunos articulistas, intelectuales y analistas obsesionados con las zanjas del Ayuntamiento, con el ruido callejero y con la dificultad para aparcar.
La crisis de la existencia ha sido reducida a un malhumor municipal, en esa charca ha sido ahogado Schopenhauer.
Luego están los moralistas sin sentido del humor y los políticos gafes que se han visto obligados por la cultura de la imagen a teñirse el pelo y a trasquilarse las ojeras.
Con un dedo firme señalan el camino, con palabras podridas por la halitosis te dan lecciones, pero nada es valido ya sin la alegría superficial y gentil del facebook, nada es real sin las imágenes que se devoran unas a otras bajo el relámpago de magnesio sobre una infinita alfombra roja que va rolando por las esferas e introduce a los héroes del momento en nuestra cocina, en el comedor, en el cuarto de baño, en el dormitorio y los ahoga en las dos mejillas de la almohada donde se confunden con el sueño o el insomnio.
Somos seis mil millones de humanidad.
La mitad está sentada mirando cómo la otra mitad hace el payaso.
Y así sucesivamente se va llenado el desván de nuestro cerebro de iconos.
Mirar, callar y teclear, de todo, de nada.
MANUEL VICENT 23/01/2011
Manuel
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