Un lugar lleno de ancianos.
Un continente que prefiere contar poco.
Un actor internacional en un estado de confusión estratégica.
Débil, dividido e hipócrita.
La tierra del quizá.
Ésas son las cosas que dicen sobre Europa muchos comentaristas en Washington, Moscú y Pekín.
Y eso es lo que los europeos tenemos que transformar.
Si creen que estoy hablando de algún remoto cálculo de nuestra influencia en el extranjero, el pan diario de los diplomáticos pero algo que interesa sólo marginalmente a la gente corriente, están equivocados. Como hemos descubierto todos, a nuestra costa, en los últimos seis meses, nuestro trabajo, nuestros ahorros, nuestras hipotecas, nuestra salud y nuestra seguridad personal sufren directamente los efectos de problemas mundiales como la actual crisis financiera y económica, las migraciones masivas, el crimen organizado internacional, el cambio climático y la amenaza de pandemia, y no son cosas que cada Estado pueda afrontar por separado. Incluso si sólo se tiene en cuenta el propio interés nacional, en un cálculo frío y digno de Palmerston, los argumentos en favor de una mayor concentración de poder entre unos Estados vecinos y económicamente integrados es irrefutable.
Estoy en Estocolmo, donde un grupo de europeos, que incluye miembros de think-tanks, hombres de negocios, escritores, diplomáticos, activistas de la sociedad civil, algunos ex presidentes y unos cuantos ex ministros de Exteriores, se han reunido esta semana para llegar a las conclusiones necesarias. Estados Unidos posee desde hace mucho tiempo un Consejo de Relaciones Exteriores, uno de cuyos propósitos es mejorar la política exterior estadounidense. El recién creado Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR en sus siglas en inglés), por el contrario, tendrá que trabajar para crear una política exterior europea antes de poder empezar a mejorarla. Como decían en los libros antiguos de cocina: primero, cójase una liebre. (Para que todo quede claro, revelaré que soy miembro del ECFR y pertenezco a su junta).
Los obstáculos para crear algo que merezca el nombre de política exterior europea son grandes.
Son institucionales, políticos y, en el sentido más amplio, culturales.
Europa ha dedicado ya demasiado tiempo a su organización institucional. El conjunto de parches que constituye el Tratado de Lisboa, que desde luego no es una constitución europea, nos permitirá mejorar algo esa organización, siempre que los irlandeses voten sí (con algunos incentivos más, como que cada país siga teniendo un comisario europeo) en un segundo referéndum este otoño y los euroescépticos presidentes polaco y checo firmen lo que sus parlamentos ya han aprobado.
Entonces podríamos comenzar la dura tarea de agrupar más los recursos humanos y financieros de los dos lados de la Rue de la Loi en Bruselas, la Comisión Europea y el Consejo de Ministros intergubernamental, para crear un Servicio de Acción Externa (es decir, un servicio exterior) a las órdenes de quien suceda a Javier Solana como Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad de la UE, el cargo considerado a veces, de manera informal pero no demasiado exacta, como ministro de Exteriores de la Unión. También habría un nuevo presidente del Consejo Europeo, el máximo órgano de los jefes de Gobierno de la UE, con un mandato de dos años y medio.
Después de hablar con un personaje importante de la futura presidencia sueca de la UE, me he dado cuenta de la locura que van a ser los últimos meses de 2009. Si los irlandeses votan sí (tal vez en octubre); los presidentes Lech Kaczynski, de Polonia, y Václav Klaus, de la República Checa, ratifican con su firma el Tratado de Lisboa y Alemania forma un Gobierno de coalición (para lo que normalmente hacen falta varias semanas) tras sus elecciones generales a finales de septiembre, la presidencia sueca quizá convoque una cumbre extraordinaria para llegar a un acuerdo sobre el primer presidente del Consejo Europeo, el nuevo Alto Representante y otras medidas prácticas. Eso quiere decir las complejas negociaciones habituales -entre unos países y otros, la izquierda y la derecha, los Estados pequeños y los grandes, el norte y el sur, los miembros antiguos y los nuevos, los latinos, los germánicos y los eslavos, hombres y mujeres- con las dos nuevas personas previstas para conducir, en cierto equilibrio vagamente representativo, los otros dos caballos de la futura cuadriga de la UE: el presidente de la Comisión Europea y el presidente del Parlamento Europeo. (Estados Unidos tiene un presidente que es verdaderamente un presidente; la UE tiene tres o cuatro, y ninguno de ellos lo es en realidad).
Los nombres que se mencionen a puerta cerrada en esas salas de negociaciones serán importantes. Tony Blair es uno de los candidatos no declarados a ser lo que los periódicos llamarán equivocadamente presidente de Europa. Me cuentan que los franceses están impulsando al insípido ex comisario Michel Barnier como Alto Representante. Creo que más nos valdría tener un presidente menos destacado y más capaz de crear consenso para el Consejo Europeo y, en cambio, un Alto Representante de más perfil y más enérgico: alguien como Joschka Fischer, por ejemplo, que en la actualidad es uno de los co-presidentes del ECFR, o Carl Bildt, el ministro sueco de Exteriores. Es el Alto Representante, no el llamado presidente, quien dispondrá del equipo y el dinero necesarios, y quien tendrá como tarea principal empezar a construir una política exterior europea mejor coordinada, si es que los Estados miembros lo permiten.
Porque, aunque los irlandeses voten sí, cosa que tienen perfecto derecho a no hacer, e incluso aunque se ponga en marcha la mejor organización institucional posible y se cuente con las mejores personalidades, por ahora, parece poco probable. El presidente Nicolas Sarkozy fue un líder dinámico -y a veces eficiente- durante la presidencia francesa de la UE, pero tiene cierta tendencia a confundir Europa con Francia y Francia con Sarkozy. Alemania es un país europeo cada vez más normal, en el sentido de que da prioridad a sus intereses nacionales inmediatos (un triste tema sobre el que volveré). A partir de 2010, la política exterior británica estará seguramente en manos de euroescépticos como William Hague. Y Silvio Berlusconi es... Silvio Berlusconi.
Y aunque los líderes de los Estados más importantes mostrasen la voluntad política, siguen existiendo problemas más profundos de lo que podríamos llamar culturales.
Nuestra política sigue siendo abrumadoramente nacional y nuestros medios son sobre todo nacionales o, al menos, circunscritos a comunidades lingüísticas concretas: anglófona, francófona, hispánica, germánica, polaca, lusa, estonia. Por eso es muy difícil tener un debate popular genuinamente paneuropeo sobre la política exterior (este artículo, por ejemplo, quizá aparece traducido en varios periódicos europeos, pero sigue siendo algo esporádico y poco habitual). Y la mayoría de los europeos no tiene la costumbre de pensar sobre los intereses de Europa en el mundo desde un punto de vista estratégico.
¿Cómo se puede crear una política exterior sin una sociedad organizada con un sistema de gobierno y sin el respaldo de la población?
Nuestro deber es, contra todo pronóstico, demostrar que no tienen razón.
TIMOTHY GARTON ASH 17/05/2009
Manuel
#400
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