El pánico actual a propósito de Rusia es un fenómeno curioso.
Si se aplican criterios objetivos, los rusos son más libres en el Estado autoritario instaurado por Putin que cuando vivían en la Unión Soviética. Muchos también viven materialmente mejor. Rusia ha abandonado el expansionismo mundial y es una versión disminuida de lo que ha sido a lo largo de casi toda su historia, un imperio euroasiático cuya principal preocupación es defenderse de las amenazas externas.
Sin embargo, las actitudes occidentales son más hostiles de lo que lo fueron durante gran parte de la guerra fría, cuando mucha gente de izquierdas consideraba a la URSS, responsable de decenas de millones de muertes, un régimen benigno.
Para comprender cómo se ha llegado a esta situación, hay que entender la narrativa progresista -adoptada hoy tanto por la derecha como por la izquierda- que inspira las percepciones de Occidente.
El derrumbe soviético fue una derrota del comunismo, una ideología prototípicamente progresista. Una Rusia como la de Putin era algo que se veía venir, pero el regreso de la historia no forma parte del guión progresista. Nuestros dirigentes son, en su mayor parte, discípulos de Woodrow Wilson, con una fe religiosa en lo que Francis Fukuyama describió hace nada como "la marcha de la historia hacia la democracia mundial". La prosperidad entraña el aburguesamiento y, por consiguiente, los valores liberales, o eso creen. Rusia -rica, nacionalista y autoritaria- no encaja en este cuento de hadas progresista, y la reacción de Occidente es una mezcla de bravata amenazadora y un pánico cada vez mayor.
No hay mayor error que hablar de una nueva guerra fría.
Lo que estamos presenciando es el final de la era posterior a la guerra fría y una nueva oleada de conflictos geopolíticos como los que se producían a finales del siglo XIX.
Los líderes occidentales, con las mentes empañadas por las tonterías de moda sobre la globalización, creen que la democracia liberal está extendiéndose de forma imparable. La realidad es que sigue habiendo diversidad política. Las repúblicas y los imperios, las democracias liberales y las no liberales y una amplia variedad de regímenes autoritarios estarán todavía con nosotros durante un tiempo, por mucho que se globalice el mundo. La globalización no es más que la industrialización constante del planeta, y el nacionalismo creciente respecto a los recursos forma parte intrínseca del proceso (también lo es la aceleración del cambio climático, pero ése es otro asunto). A medida que la industrialización se extiende, los países que controlan los recursos naturales los utilizan para impulsar sus objetivos estratégicos. Al desplegar la energía como arma, Rusia no está resistiéndose a la globalización, sino explotando sus contradicciones.
Estamos otra vez en la política de grandes potencias, alianzas cambiantes y esferas de influencia.
La diferencia es que ya no manda Occidente.
Con sus diferentes historias y sus intereses a veces contradictorios, Rusia, China, India y los Estados del Golfo no van a formar ningún tipo de bloque. Pero ésos son los países que están configurando la evolución del mundo en este comienzo del siglo XXI. Estados Unidos -con las instituciones hipotecarias en bancarrota y nacionalizadas, y la inmensa máquina de guerra financiada, en la práctica, mediante préstamos exteriores- está en un pronunciado declive. Occidente tiene un sistema financiero en peor situación que nunca desde los años treinta y, como consecuencia, su capacidad de influir en los acontecimientos disminuye día a día.
Los sermones sobre "relaciones basadas en las leyes internacionales" resultan ridículos después de Irak y, en el fondo, son poco más que nostalgia por una hegemonía desaparecida.
Engañado sobre su verdadero lugar en el mundo, Occidente no valora suficientemente los riesgos de intervenir en un exterior próximo de Rusia.
Los puntos débiles rusos -el declive demográfico, el amiguismo en la economía y la sensación generalizada de humillación nacional- son bien conocidos, pero Occidente también tiene sus aspectos vulnerables. Nuestros líderes insisten en que Rusia nos necesita tanto como nosotros a ella. La realidad es que, a pesar de algún traspiés reciente, las inversiones en aquel país son una consecuencia del mercado globalizado que seguirá adelante mientras sean rentables, mientras que el suministro energético ruso puede verse interrumpido en cualquier momento por decisión del gobierno. Los economistas nos dicen que el país depende demasiado del petróleo. Pero las reservas mundiales de crudo están llegando a su máximo tope mientras la globalización sigue avanzando, y es inevitable que Rusia salga beneficiada de cualquier conflicto internacional en el que el abastecimiento se vea afectado. Occidente también necesita a Rusia para resolver alguna vez la crisis nuclear iraní por medios pacíficos, y sin la cooperación logística rusa a las fuerzas de la OTAN les será cada vez más difícil poner algún tipo de fin a la guerra sin sentido e imposible de ganar en Afganistán.
Los biempensantes de derechas de todos los partidos opinan que Rusia estaría más dispuesta a tener en cuenta los intereses occidentales si fuera una democracia más auténtica.
Pero la gran popularidad de Putin se debe precisamente a que está reafirmando el poder ruso frente a Occidente y, si tuviera que responder más ante su opinión pública, quizá sería un interlocutor todavía más duro.
La democracia tiene numerosas ventajas, pero no garantiza una política exterior razonable.
El embrollo georgiano es una derivación de la política democrática.
La temeraria incursión de Saakashvili en Osetia del Sur, donde las fuerzas rusas se encuentran estacionadas desde hace 16 años en virtud de acuerdos internacionales, fue espoleada seguramente por algunos elementos del Gobierno de Bush, con la esperanza de perjudicar a Obama en plena campaña para las presidenciales. El resultado ha sido un conflicto que aumenta el control de Rusia sobre la circulación de petróleo en la región y fortalece a Irán en Asia central. Si la promesa de apoyar a Georgia que hizo Dick Cheney era un movimiento de ficha en el Gran Juego, fue espectacularmente imprudente.
Con la excepción de algunos en la "vieja Europa", nuestros dirigentes no saben lo que hacen.
La grandilocuencia de David Miliband y David Cameron en Ucrania es un ejemplo. No pararon de decir tonterías sobre la autodeterminación nacional y la integridad territorial de los Estados, sin que parecieran darse cuenta de que los dos principios suelen ser incompatibles. La autodeterminación significa la secesión y la ruptura de los Estados. En el Cáucaso, una región de múltiples enemistades nacionales, significa una guerra más generalizada y una limpieza étnica aún más terrible. En Ucrania, está en juego incluso más. Profundamente dividido y con una gran base naval rusa en el puerto de Sebastopol, en Crimea, el nuevo Estado acabará seguramente desgarrado si se intenta arrancarlo de la esfera de influencia de Rusia. El país se convertirá en un campo de batalla y las grandes potencias acabarán inmersos en él.
Jugar en estas condiciones con las nociones wilsonianas de autodeterminación es coquetear con el desastre.
Que no haya equívocos: Rusia es, en ciertos aspectos, un Estado peligroso.
Sus dirigentes, con su historial de pertenencia a los servicios de seguridad, son pragmáticos implacables, dispuestos a emplear cualquier medio para alcanzar sus objetivos. Por ahora, perciben que Occidente está en declive y están comprobando si tiene alguna estrategia coherente para proteger sus intereses.
Y, por lo que hemos oído de nuestros dirigentes hasta la fecha, no la tiene.
Un buen punto de partida sería aplazar los planes de ampliación de la OTAN, aunque dejando claro que se van a cumplir los compromisos existentes en Europa del Este y los Estados Bálticos.
Al mismo tiempo, es preciso hacer todos los esfuerzos posibles para reducir la dependencia europea de la energía rusa.
Los líderes occidentales deben adquirir la capacidad de pensar de forma realista, o la fuerza de los acontecimientos les despertará de su sueño de progreso.
Manuel
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