miércoles, octubre 20, 2010

No hubo milagros

He seguido a lo largo de años, en periodos diferentes, las noticias de Chile en Francia y en Europa. A comienzo de la década de los sesenta, salían algunas líneas cada tres o cuatro meses.
Después aumentó el espacio, pero casi siempre para dar informaciones tristes, malas, inquietantes: muerte de Salvador Allende y de Pablo Neruda, bombardeo de La Moneda, campos de detenidos, desapariciones.
Hubo algunas luces después del plebiscito presidencial y de la transmisión del mando, situaciones no muy bien interpretadas, en la mayoría de los casos.

Ahora, el episodio de los mineros atrapados en la mina San José rompió todos los esquemas.
En toda Europa, y en todo el resto del mundo, por lo demás, se siguió el caso con emoción, con asombro, y al final con admiración no disimulada.
Durante los dos meses y tanto de espera recibí en mi despacho de jefe de misión cartas de familias completas, dibujos de los niños, misivas de marineros bretones, de antiguos mineros, de médicos, de psiquiatras, de señoras y señores jubilados.
A veces, contaban experiencias personales y agregaban frases conmovedoras.

Uno pensaba que el mundo global, el de las comunicaciones universales, tenía, a pesar de todo, lados positivos. Había un aspecto humano que se imponía, por encima de todas las distancias y las diferencias.
Saludé al embajador de China en la Unesco, unos pocos días antes del desenlace, esto es, antes de que las noticias se concentraran en Chile, y lo primero que hizo fue preguntarme por los mineros. Me llamó un amigo de Rumanía para saber de ellos.
Desde el miércoles en la noche, las imágenes de la salida de la mina, de la emoción de las familias, de las banderas chilenas, de la cápsula metálica que salía del fondo de la tierra, del presidente y su mujer, empezaron a dominar en todos los medios europeos de una manera increíble.


Los diplomáticos en casi toda Europa fuimos abordados por las radios, por las televisiones, por la prensa escrita. El segundo de la Embajada en Francia intervino en un programa matinal. A mí me llevaron al mediodía del miércoles a un espacio de gran sintonía de Canal Plus. Es un programa ligero, juvenil, de comentario de noticias, de humor, de bromas. En las graderías, frente al escenario, había un público de barrio, de gente joven, de amas de casa: 40 o 50 personas que conocen hasta los menores detalles, que reconocen a los actores, que se ríen antes de que ellos comiencen su actuación. Un supuesto miembro de la Legión Extranjera se paseaba por la orilla del estudio, detrás de las graderías. En la pantalla principal, armado de un enorme ri

fle, con su quepíhundido en la frente, hacía flexiones, deslizaba su rifle descomunal por la espalda, se atusaba unos enormes bigotes postizos. Cuando apareció en vivo y en directo, frente a las cámaras, dijo unos cuantos disparates y se notó que el público lo pasaba muy bien. Dejó el incómodo fusil apoyado en un rincón, se sacó el casco militar y empezó a cortar manzanas a ritmo chaplinesco, a colocar leche en un recipiente, agregando toda clase de condimentos absurdos. Lo introdujo todo en un frasco y declaró que era una comida para ocho personas. El público aplaudió de buena gana.

Y de repente, en la pantalla más grande, aparecieron las banderas chilenas, los mineros que estaban debajo de la mina y que esperaban su turno con una tranquilidad realmente impresionante, el paisaje del desierto de Atacama, y la cápsula metálica en el momento preciso en que asomaba a la superficie con su carga humana.
Entonces se escucharon aplausos tupidos, entusiastas.

Me llaman al escenario, donde hay unas cinco o seis personas, entre ellas un entrevistador conocido y un profesor de Ciencias Políticas de prestigio nacional.
Me preguntan por la minería del norte de Chile, por las condiciones de trabajo, por el estado de las minas.
¿Soy partidario de mejorar radicalmente esas condiciones?
Por supuesto que sí: la enorme mayoría del país es partidaria del cambio, de la modernización y la humanización de la minería.
Pero no todas las minas son comparables a la del derrumbe.
También, en honor a la verdad, tengo que decir que hay grandes minas modernas, de última tecnología.

El rescate de los mineros, me dice el entrevistador, es un milagro.
Lo más interesante del caso, contesto, consiste precisamente en que no es un milagro.
Los mineros se organizaron en forma impecable, dividieron su trabajo con eficacia, mantuvieron la moral muy alta.
Entre ellos había un joven boliviano y lo trataron como a un hermano.
El más experimentado y maduro tomó la dirección del grupo y su autoridad nunca fue desconocida.
Otro se dedicó a enseñar juegos de naipes y a contar historias: asumió la tarea del animador, del entertainer, sin que nadie se la discutiera.

El Gobierno, entretanto, tuvo una reacción rápida.
Nadie pidió que le escribieran un informe técnico o consultó a la Contraloría General de la República.
Se actuó sin la menor burocracia, sin saber de qué ítem presupuestario saldría el dinero, dejando el papeleo para más tarde.
Y el ministro de Minería, el señor Golborne, se internó con un par de ayudantes en la salida principal de la mina, hasta llegar a cuatro kilómetros de la salida, hasta la roca que se había derrumbado, y comprobó que en el interior había aire respirable y probables sobrevivientes.

¿Habrá un aprovechamiento político de la situación?, me preguntó después, por la radio francesa, una periodista muy pronunciada y puntete (como decimos nosotros).
La pregunta parecía inteligente, aguda, y creo que no lo era tanto.
Aprovechamos todos, le dije, y pensé que lo importante del caso residía justamente en otra cosa.
En que fue una acción donde intervinieron muchos, donde se actuó con la cabeza y con el corazón, con sentido de la adaptación y la flexibilidad, con análisis razonables, certeros.
Hubo gurúes, adivinas, curanderos, charlatanes de toda especie, y la salida de la mina tendió a convertirse en una extraña de feria, pero el trabajo verdadero, serio, iba por otro lado.
En resumidas cuentas, no hubo milagros de ninguna clase, los curanderos y las adivinas sobraron, y eso fue lo más interesante de todo.

Jorge Edwards es escritor chileno.

Manuel
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