El extranjero en sí, en toda su inmensidad abstracta, nos provoca una gran desconfianza.
Sólo quienes trabajan para las instituciones encargadas de la difusión cultural fuera de nuestro país saben qué precarios son los presupuestos con los que contamos en comparación con las cantidades que manejan otros países europeos. Pero da igual, es imposible variar una empecinada mentira que se ve alimentada, en ocasiones, por la propia casta política.
En el caso de Garzón, que ocupó un año la cátedra Rey Juan Carlos I en Nueva York, el chisme es especialmente injusto.
Aquellos que tanto se quejan de que España es invisible en el mundo y los que sabemos lo difícil que es atraer a un auditorio no español a nuestros actos culturales, debiéramos estar agradecidos a este juez que utilizó su prestigio internacional para organizar unas mesas redondas en NYU con personajes de tal relevancia que a otras organizaciones españolas les hubiera resultado imposible convocar. Los coloquios de Garzón, referidos al terrorismo, seguridad internacional o la universalidad en la defensa de los derechos humanos, reunieron a brillantes ponentes y a un público atentísimo, neoyorquino, latinoamericano, español (no en mayor medida).
Para defender su labor en aquel tiempo bastaría con hacer públicos la relación de los invitados y el interés que despertaron los debates. Habiendo asistido a algunas de aquellas veladas siento vergüenza al ver despreciado ese trabajo y mucho asombro cuando se cuestiona que, en el país de la filantropía, el juez buscara la manera más común de financiar un acto cultural: el patrocinio de un banquero. ¡Es la práctica común!
Una manera, por otra parte, de ahorrarle dinero al Estado.
No tenemos remedio.
Manuel
#518
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