Pekín (o Beijing, más parecido a la pronunciación china) es enorme, y su cultura es para el turista occidental un enigma.
Caótica, desmesurada, cuenta con 17 millones de habitantes censados.
En esa efervescencia de crecimiento en la que se encuentra sumido el país, cambia por completo cada lustro.
Lo que no cambia tanto son los hábitos alimenticios.
Según algunos, la comida china de China no se parece nada a la comida china de otros lugares, pero lo cierto es que la comida china siempre se parece mucho a la comida china.
En Pekín hay mucha más variedad, por supuesto (se puede comer carne de serpiente o saltamontes en ciertos lugares), y es un buen sitio para probar otras cocinas, como la vietnamita, la mongola o la tibetana, pero me alimenté sobre todo -y muy bien- a base de rollitos, empanadillas, arroces, ternera, cerdo y pollo en diversas variantes, sin olvidar el pato a la pequinesa.
Se podría hablar también de compras a la pequinesa, o a la asiática (pues en Bangkok, por ejemplo, vienen a ser lo mismo).
Pekín es un paraíso (o un infierno) para los compradores. A quien le guste regatear, tiene la diversión asegurada. Empiezan con precios exorbitantes, así que las bajadas deben serlo también. Se regatea, por las barreras idiomáticas, tecleando las cifras en una calculadora. Incluso cuando se ha llegado a un precio, pueden sorprenderte diciendo, a ver si cuela, que hablaban de dólares y no de yuanes (un dólar son unos siete yuanes). Una dependienta que te enseña un cinturón de Armani puede ofrecerte inmediatamente, si no muestras interés, otro sin marca. Y entonces te explica que el que no tiene marca es mucho mejor que el supuesto Armani, y te lo demuestra pegando la llama de un mechero al que no tiene marca y enseñándote que el Armani no es todo cuero, sino que tiene también cartón. Ya digo, infierno o paraíso, según el carácter de cada cual.
De alguna forma, para los chinos China ("el centro del mundo") ha sido el paraíso, y el resto, el infierno.
La Muralla China, única obra humana que se ve desde el espacio, empezó a construirse cuando el país estaba dividido en cinco Estados (entre 457-221 antes de Cristo), y posteriormente se fue ampliando para defenderse de los nómadas del norte, criaturas infernales. Recorre unos 5.600 kilómetros (construidos hay unos 10.000, sumando ramales), que van de Este a Oeste por el norte del país. El tramo más cercano a Pekín -el más visitado- es el de Badaling, a unos 40 kilómetros. Preferí ir al de Mutianyu, a unos 80. Además de lo espectacular de la construcción, allí el paisaje es precioso: montañas boscosas. Lo sé por la subida en funicular, y por las postales, pues una niebla muy densa impedía la visión más allá de 20 metros; al menos, me permitió imaginar alguna historia china de fantasmas. El picotazo de un bicho, además de dolerme, me desazonó enormemente -¡quién sabe qué puede picarte en China!-, hasta que comprobé que la muralla estaba infestada de avispas. Pero no me quejo: una anciana grande y fuerte resbaló por unas escaleras, terminó rodando y quedó tendida, sangrando por la cabeza. Me pareció un lugar bastante peligroso. En el siglo XIII, la muralla no pudo contener a los mongoles. Ahora las autoridades han levantado una virtual, restringiendo el acceso a Internet. Yo imagino que ésta, más pronto que tarde, caerá igualmente.
La Ciudad Prohibida también está amurallada, en este caso para protegerse de los bárbaros interiores. Residencia de 24 emperadores (incluido el de Bertolucci, que hubo de abandonarla en 1924) y empezada en 1406, es una verdadera joya, que cuenta con innumerables obras de arte y edificios como el palacio de la Suprema Armonía o el de la Paz Terrenal. Está pegada a la plaza de Tiananmen, ocupa unos 720.000 metros cuadrados y, me informaron, abre todos los días. En realidad abre todos los días, excepto los que cierra. Había reservado para ella cualquiera de mis dos últimas jornadas de estancia y me quedé sin verla: estaban ensayando alguna de las ceremonias para conmemorar el 60 aniversario de la Revolución de Mao (el partido pretende hacer creer que el comunismo sigue vigente, y todos los billetes llevan su retrato). Me conformé con ver sus bonitos tejados naranjas desde la Colina del Carbón, donde en 1644 se ahorcó el último emperador Ming. Uno siempre se puede consolar: paseando por Tiananmen, tan grande que resulta desangelada, me sentí como un verdadero chino de la época imperial, que no podía entrar en la Ciudad Prohibida. En cierto modo, para llegar a la esencia de la Ciudad Prohibida tienen que impedirnos la entrada.
Otra de las maravillas de Pekín es el palacio de Verano, a unos 12 kilómetros del centro, junto a un lago, donde se refugiaban de los calores los emperadores chinos. De atribulada historia, renovado entre 1860 y 1960, estaba abierto y no había niebla. Me gustó mucho la calle Suzhou, a lo largo de un canal, destruida en 1860 por las tropas anglo-francesas y reconstruida en 1990 siguiendo modelos tradicionales.
Me salgo de uno de los cinturones que, a modo de murallas, estrangulan la ciudad, camino por calles estrechas, pobres.
Los chinos hacen mucha vida en la calle.
Un hombre escribe de pie en unas baldosas con un enorme pincel; otro, en una casucha de un callejón, come con palillos. Unos jóvenes hacen una danza con gruesos troncos de bambú, algunos apuestan en un estrecho garito, otros juegan a las cartas con una baraja francesa. Un niño corretea, se cae y llora. Por un instante me tienta pensar que estoy entrando en China, pero enseguida vuelvo a la realidad: no ya cinco, sino ni siquiera 55 días en Pekín bastarían para escribir un artículo que sea más que un brochazo en un muro o, ya puestos, en una interminable muralla.
Manuel
#482
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