De lo que no cabe duda es de que se trata de un caso de corrupción política, en el sentido de perversión o alteración de normas asumidas por los ciudadanos, y que tanto el alcalde como el dirigente deberían presentar su dimisión.
No se comprende bien a qué espera el Partido Popular para tomar medidas en el caso Gürtel, al margen de lo que vayan decidiendo los tribunales.
Estamos hablando de un partido que aspira a gobernar en las próximas elecciones. Y de un país con cuatro millones de parados, con millones de trabajadores que tienen los salarios congelados, que están obligados a bajar su nivel de vida y que tendrán que pagar más impuestos. Y en el que algunos políticos aceptan como regalo coches, relojes de miles de euros o trajes.
Lo lógico sería que los ciudadanos estuviéramos realmente furiosos ante la desidia de los responsables de un partido que está en la oposición y que debería presentársenos en estos difíciles momentos como una alternativa fiable y honesta, capaz de relevar a un gobierno desgastado, y que, en lugar de eso, se mantiene impávido ante los casos de corrupción que van apareciendo en su propia organización, como si creyera que para ganar unas elecciones no hiciera falta demostrar integridad.
La corrupción política, la falta de rectitud, es una cosa muy seria.
Lo peor no es el caso Gürtel en sí, que los tribunales serán capaces en su momento de castigar, en lo que jurídicamente sea delito.
Lo peor es la tolerancia, la voluntad de quitarle importancia, de hacer creer a los ciudadanos, con un guiño, que ellos harían lo mismo si estuvieran en esas circunstancias.
Eso es lo que realmente hace un daño formidable a la sociedad española y de eso son responsables los máximos dirigentes del PP.
Es una actitud equivocada, con consecuencias mucho más graves de lo que se pretende.
Y es una responsabilidad muy seria que recae directamente sobre los hombros de Mariano Rajoy.
Esto no es una batalla que exija fintas políticas ni demostraciones de ingenio. Esto son cosas serias, realidades crueles, que precisan decisión y rapidez. Si quiere gobernar este país tiene que demostrar, no sólo que él mismo es íntegro, sino que no acepta, ni convive, ni tolera la corrupción ni la falta de rectitud.
No se puede solicitar la confianza de los ciudadanos para gobernar en plena crisis con políticos que se regalan relojes exclusivos y que aceptan coches "con muestras de amistad".
No debe haber resquicio ni interpretaciones ambiguas: las autoridades y representantes políticos de los ciudadanos no pueden aceptar obsequios valiosos, ni como soborno, por supuesto, ni como "muestra de buena voluntad". Y cuando se detecta algún caso, debe ser extirpado inmediatamente del tejido político, porque, si no se hace, se termina cayendo en lo que Arnold Heidenheimer, el mayor teórico en corrupción política, catalogaba como "corrupción blanca", actos reprensibles que pasan a ser considerados tolerables por la mayoría de la población ante la evidencia de que no son castigados ni rechazados.
Los ciudadanos ya estamos advertidos: ¿queremos acabar en una sociedad en la que el catedrático de una universidad acepta un reloj de 20.000 euros del padre de un alumno, "en prueba de simple amistad"? ¿En la que el médico del hospital público reciba un coche tapizado en negro de una empresa farmacéutica, "como muestra de admiración por su abnegado trabajo"?
Como casi siempre en estos casos, resulta descorazonador comprobar cuál ha sido la primera reacción del partido afectado: no buscan a los responsables del desaguisado, sino que buscan desesperadamente a los responsables de que esas corrupciones hayan salido a la luz pública.
Sinceramente, lo único edificante y de lo que sentirse orgulloso en toda esta historia ha sido comprobar cómo el periodismo profesional sigue sirviendo a los ciudadanos como el mejor valladar contra la corrupción.
Manuel
#471
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