Olde Hansa
Manuel
#450
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La salida es compleja.
Y quizá no quede más remedio que cortar por lo sano: los políticos y los periodistas no pueden recibir regalos cuyo valor exceda, por ejemplo, de 100 euros.
Una declaración de los partidos, de los grupos parlamentarios y de los directores de medios de comunicación bastaría para dejar las cosas en claro, y eliminaría la necesidad de hacer una ley, farragosa de forma obligada y ridículamente actualizable año tras año para adaptar los topes a la inflación.
Uno de los peores efectos de la polémica sobre los regalos a los políticos ha sido el de oscurecer el debate, aún más serio que lo de las anchoas del Cantábrico, sobre la corrupción.
Y volvemos a decir que la cosa es compleja (¡qué original!).
Pero, si lo piensa uno, no es tan compleja como parece a primera vista.
Porque la corrupción tiene dos caras, la del que la provoca y la del que la acepta.
Un agente, que podría ser un empresario, ofrece a un político algo a cambio de un favor; y un político acepta la oferta.
Al primero, al empresario (perdone el ilustre gremio el ser utilizado como ejemplo), sólo se le puede disuadir de su ilícita acción poniéndole ante la cara avisos legales y represivos; o sea, leyes duras contra ese tipo de acciones y actuaciones policiales y judiciales contundentes.
¿Sólo? No: poniéndole delante algo más serio, que es la garantía de que el sector público no va a aceptar nunca interferencias en adjudicaciones de obras o servicios.
Y algo más fácil que eso: dándole la garantía de que los partidos políticos van a rechazar cualquier actuación de sus militantes, sean estos dirigentes de primera o de cuarta fila, que rompa las leyes transparentes del mercado.
Un empresario alemán o francés sabía hasta hace poco que se enfrentaría a problemas serios si intentaba corromper a un político alemán o francés, pero también que nadie le iba a perseguir en su país por practicar la corrupción en África. Alguien tan poco sospechoso como Carlos Solchaga, ex ministro socialista, expresó en España su actitud de comprensión para quien tuviera que pagar en países foráneos tasas de corrupción para conseguir contratos.
Europa está así.
Es decir, que la tarea de combatir la corrupción está en los que hacen las leyes, en los que gobiernan y, de forma muy importante, en los partidos políticos.
¿Sería muy dificultoso obtener de esas instituciones, de los partidos, una declaración solemne por la que se garantizara que quien recibiera tentaciones de pagar podía tener la seguridad de que ni un euro de lo que le sirviera para satisfacer un soborno iría a parar a las arcas del partido?
Declararlo y demostrarlo muchas veces, tantas como se haya condenado a alguien por corrupción. Pero, para que una solemne declaración como esa tuviera credibilidad, haría falta que se cumplieran dos requisitos.
El primero, que las cuentas de los partidos fueran transparentes.
Porque no lo son, por mucho que lo aseguren los tesoreros de todos ellos, las cuentas están repletas de remiendos y de trucos. Los presupuestos son falsos y los déficits se suelen enmascarar con el dinero de los ayuntamientos y comunidades.
El segundo, que los sueldos, todas las remuneraciones que perciben nuestros políticos, afloren y sean considerados de interés público.
A muchos oradores parlamentarios se les hinchan los carrillos hablando de esos asuntos, pero todavía no sabemos por qué es imposible conocer de veras cuánto cobran cada mes aquéllos a los que elegimos que, desde el punto de vista del trabajo, son nuestros empleados, de los contribuyentes. Cuánto cobran, qué pluriempleos se permiten, qué dedicación tienen a su función y qué sueldos o primas sacan de sus actividades "externas".
Eso, de rebote, tendría un efecto gratificante para los que, por ejemplo, no reciben nada por participar en una tertulia y los que reciben un dineral por ser socios de un bufete de abogados.
Maniobras tan sencillas, tan poco complejas, bastarían para conseguir que nuestro país dejara de subir puestos en el ranking de la corrupción universal.
¿Por qué nuestros parlamentarios, por qué los dirigentes de los partidos a los que votamos se obstinan en no poner esos mecanismos en marcha?
La respuesta está volando en el viento porque la mayoría de los dirigentes políticos, de los responsables de los aparatos, quiere que esté ahí.
Mientras intentamos que se discuta sobre todo eso, que es de veras muy poquito y muy fácil, nos seguiremos dedicando a lo que es realmente complejo, que es saber cómo mantenernos en el límite de las xenias, aplicar el sentido común que nos recuerda Ulpiano: "ni todo, ni siempre, ni de todos".
Para ir tirando.
Agapito Ramos es abogado y Jorge M. Reverte es periodista y escritor.
El artículo 426 del Código Penal sanciona la aceptación por autoridad o funcionario de regalos ofrecidos "en consideración a su función o para la consecución de un acto no prohibido".
El bien que se trata de proteger es el principio de imparcialidad de gobernantes y funcionarios, y la conducta sancionada es el hecho de "admitir" la dádiva, aunque no se haya solicitado. Lo que se trata de evitar es que esa aceptación condicione decisiones públicas. Resulta sorprendente que se considere que el precepto sólo se aplica al funcionario o político que directamente participa en la adjudicación, y no a sus jefes.
Especialmente cuando lo que se consideran son decenas de contratos de la Administración valenciana a una misma empresa.
El portavoz del PP en el Senado, Pío García Escudero, ha declarado que recibió un reloj de alto valor de la trama, y que lo devolvió de inmediato.
Algo que pudieron haber hecho pero no hicieron los imputados de Valencia.
Se han limitado a negar que recibieran los regalos, o, en el caso de Camps, a decir que los pagaron (los famosos trajes) de su bolsillo. Pero la instrucción constató y el auto de ayer da por establecido que no hay prueba de tales pagos y sí, en cambio, de que los pagó el cabeza de la trama en Valencia, Álvaro Pérez, El Bigotes.
Los contratos conseguidos por la red de Correa y El Bigotes con la Administración regional coincidieron con el periodo en el que hicieron decenas de regalos a dirigentes políticos valencianos. Y la mayoría de esos contratos los consiguieron sin concurso; en algunos casos, tras trocearlos para que cada adjudicación no superara el límite (12.000 euros) que permite hacerlo a dedo. Esto figura en el sumario y no es cuestionado por el auto.
En esas condiciones, Mariano Rajoy debería reservar para mejor ocasión su euforia de ayer:
"Ha ganado la justicia, el sentido común y los vendedores de tila", dijo.
A no ser que el líder del PP considere digno de euforia que el vestuario de uno de sus presidentes autonómicos esté financiado por los cabecillas de una presunta trama de corrupción, que la palabra de ese mismo presidente ante los ciudadanos y la justicia haya quedado desautorizada (el auto constata que los argumentos de Camps sobre el pago de los trajes no se sostienen) y que la Administración que dirige ese mismo líder regional recurra a prácticas más que dudosas para beneficiar a unas determinadas empresas.
Rajoy también acusó a quienes han denunciado las supuestas corruptelas, en relación a este periódico, de ser "la Inquisición".
Sin embargo, la denuncia partió de un ex concejal del PP y cuatro de los seis jueces que han estudiado el asunto hallaron suficientes indicios de cohecho por parte de los dirigentes imputados.
Pero ayer, los dos que constituían mayoría en la sala (uno de ellos, algo más que un amigo de Camps, según las palabras del propio presidente autonómico) opinaron de otra manera. El tercero, a través de un voto particular, cree que podría haber delito.
El Supremo tiene ahora la última palabra.