Hace sólo unos meses, en las capitales occidentales se hablaba todavía de si dignarse invitar a China a incorporarse al club del G-7 más Rusia. Ahora casi todo el mundo ha aceptado ya que el G-20 es la nueva mesa fundamental de la política mundial, y que China es uno de los actores principales.
La pregunta hoy es: ¿qué tipo de potencia mundial será China?
Hasta hace poco, la política oficial china era de demostración de modestia: el dragón vestido de lagarto.
Sí, buscaba un mundo armonioso, nada menos, pero quedaba sugerido que el mejor servicio que podía prestar China a ese propósito era su propio desarrollo interno pacífico. China alzaba la voz sólo en cuestiones relacionadas directamente con su desarrollo económico y sus intereses de Estado inmediatos.
Ahora da la impresión de que, poco a poco, está superando ese paradigma de la modestia.
A medida que, en esta crisis, el mundo le pide más, China también empieza a pedirle más al mundo.
El ejemplo más destacado es un reciente artículo del gobernador del banco central del país en el que sugiere la creación de una divisa de reserva internacional, por encima de las soberanías, "que esté desconectada de los países individualmente".
En otras palabras, no el dólar estadounidense.
La idea de ampliar la pauta de los Derechos Especiales de Giro del FMI, basada en una cesta de divisas, ha sido objeto de numerosas discusiones, entre otros, por parte de un grupo de expertos de la ONU dirigidos por Joseph Stiglitz. Pero esta idea adquiere un cariz especial cuando es el gobernador del banco central de China quien sugiere que se derroque al dólar de su trono. El miércoles pasado, en Londres, Gordon Brown y el presidente Hu Jintao hablaron de dar a China más poder de voto en el FMI a cambio de una mayor aportación financiera. Una sugerencia totalmente razonable.
En febrero, el vicepresidente Xi Jinping, presunto heredero de Hu Jintao, despotricó ante un público chino en México sobre los países ricos y poderosos que "juegan" con los pobres. ¿En quién estaría pensando?
El año pasado, un alto funcionario del Ministerio de Defensa chino dijo que el mundo no debería sorprenderse si China construye un portaviones propio. Pekín y Washington han chocado en público sobre el volumen del gasto de defensa chino. Y, al mismo tiempo, a los chinos les fascina la idea -inicialmente propugnada por un profesor estadounidense- de contar con un G-2 dentro del G-20. China y Estados Unidos, que formarían ese grupo de dos, serían para el mundo lo que el eje franco-alemán solía ser para Europa.
China también está invirtiendo más en diplomacia pública; hay casi 300 institutos Confucio en todo el mundo y ha aumentado el número de emisiones de radio internacionales y artículos de líderes chinos en los periódicos occidentales. El poder blando va camino de convertirse en una expresión común en chino.
Es decir, China está intensificando sus esfuerzos en las tres dimensiones clave del poder: económica, militar y blanda.
Pero del dicho al hecho hay mucho trecho.
Hasta ahora, China ha capeado el temor a la crisis económica mejor que Estados Unidos.
Los millones de trabajadores emigrantes que se han visto de repente sin empleo no han sacudido todavía el sistema. Sin embargo, quedan aún pruebas mayores. Stephen Roach, un veterano observador estadounidense de la economía china, dice que en el último trimestre de 2008 tuvo un crecimiento "muy próximo a cero", en comparación con el trimestre anterior.
A largo plazo, la pregunta importante para China sigue siendo: ¿es posible combinar la política autoritaria con la economía de mercado?
O, para decirlo de forma más positiva, ¿es posible una evolución controlada y paso a paso de este sistema político para convertirlo en uno más receptivo, transparente, responsable y, por tanto, duradero?
Seamos optimistas y supongamos, por suponer, que China consigue superar estos retos internos y continúa su ascenso pacífico. Entonces ¿qué?
¿Qué tipo de potencia mundial desearía ser? Nadie lo sabe, ni los propios chinos.
La respuesta dependerá de una generación de dirigentes que aún no está en el poder y de unos jóvenes chinos que todavía no tienen prácticamente opinión. No podemos limitarnos a extrapolar a partir de las actitudes de las generaciones mayores, influidas por los recuerdos del colonialismo, la guerra civil y la revolución cultural.
Parece probable que, en un futuro próximo, China siga dando enorme valor a la soberanía sin reservas (una soberanía que los Estados europeos, en su mayoría, ya no ejercen ni predican), la unidad de la madre patria (incluido Tíbet), un respeto con numerosas restricciones (sensible a cualquier insinuación de humillación colonialista) y las exigencias de su propio desarrollo económico. Mientras sea posible mejorar las relaciones con Taiwan por medios políticos y económicos, no parece que China, a diferencia de Rusia, vaya a ser una potencia revisionista, ni mucho menos expansionista.
Su estilo actual de política exterior, aunque a menudo terco, es pacífico, precavido, pragmático y evolutivo.
Ahora bien, aparte de esto, nadie sabe cómo se comportará China en su papel de actor principal dentro del sistema internacional cuando se le diga que, le guste o no, tiene que hablar y actuar sobre aspectos muy alejados de sus intereses nacionales.
A diferencia del caso de Estados Unidos, Reino Unido y Francia, la historia de China durante los últimos 200 años no ofrece unas tradiciones de política exterior -como las de Jefferson, Jackson, Hamilton y Wilson que detectó Walter Russell Mead en la política exterior estadounidense- que sirvan de referencia para sus actuaciones futuras como gran potencia. Algunos analistas, tanto occidentales como chinos, han tratado de remontarse más atrás en la historia china, a las tradiciones del confucianismo o el llamado legalismo, en busca de señales culturales enterradas.
Pero, aunque es un salto interesante, es excesivo.
Parece probable, pues, que las autoridades chinas construyan su propia tradición sobre la marcha.
Si la receta pragmática de Deng Xiaoping para la reforma interna fue "cruzar el río tanteando las piedras", China cruzará los océanos tanteando las aguas. Ello significa que todo dependerá, en gran medida, de la acogida que le deparen las potencias que hoy día establecen la mayor parte de las prioridades en la política mundial, en especial Estados Unidos y la Unión Europea.
Es decir, el proceso de definir qué tipo de potencia mundial va a ser China será profundamente interactivo.
Por ejemplo: ¿cuál es la actitud china respecto a una política exterior europea más unificada?
"Depende", es la respuesta que me ofrecen algunos de los especialistas chinos más informados sobre Europa.
Depende, sobre todo, de la actitud política de Europa respecto a China. Especialmente en el caso de los miembros más jóvenes de las élites chinas, que están deseando estudiar en Occidente y aprender de Occidente... para luego seguir haciendo las cosas a su manera.
La reunión de Londres debería ser el punto de partida para que en Occidente acojamos a China como actor importante y participante de pleno derecho en el orden internacional liberal erigido desde 1945.
En vez de resistirnos a las peticiones chinas de tener más voz en las organizaciones internacionales, debemos ser nosotros mismos quienes se la ofrezcamos.
Y luego, a lo largo de los próximos años, debemos, con paciencia y constancia, dejar claro que los principios esenciales del orden internacional liberal no reflejan solamente unos valores occidentales, sino unos valores universales.
Es lo que decía la Ilustración, y en mi opinión es verdad.
No será fácil, sobre todo en los asuntos más delicados que ocurren dentro de las fronteras chinas, pero la China de hoy está llena de mentes inteligentes y abiertas.
Todavía tenemos mucho que ganar.
Timothy Garton Ash 05/04/2009
Manuel
#377
No hay comentarios:
Publicar un comentario