Javier Marías 17/02/2008
Si hay algo que me parece despreciable son los anónimos y pseudónimos, y esa es una de las razones por las que nunca navegaré mucho por Internet. No dudo de su incomparable utilidad para hallar datos, pero siempre que he caído en algún foro, chat, blog o como se llamen esas tertulias –en mis muy escasas incursiones, de prestado–, me he topado con tal cantidad de pseudónimos soltando sandeces o brutalidades, que la impresión que he tenido es que meterse ahí equivale a entrar en contacto con demasiada gente a la que uno jamás trataría. Gente a menudo cobarde, como lo es toda aquella que a lo largo de mi vida me ha enviado anónimos, insultantes o en los que se me acusaba de delitos atroces sin que yo pudiera responder. Hace años, por tanto, que no abro un sobre sin remite claro. Van todos a la basura, tan cerrados como llegaron.
Esa es la primera vileza de esta historia, la de la denuncia y persecución de los médicos de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés, por parte de Esperanza Aguirre, Presidenta de Madrid, y de su antiguo Consejero de Sanidad, Manuel Lamela, quienes dieron crédito a una acusación anónima de etrema gravedad contra esos médicos: la de haber causado la muerte, con sedaciones indebidas, a nada menos que cuatrocientos enfermos. En su día, Aguirre lo justificó de manera ridícula: “Es cierto que no lleva firma, pero tiene los nombres y dos apellidos de los pacientes y una serie de datos sobre las historias clínicas. No tengo más remedio que dar traslado al fiscal”. Tan ridícula como si yo recibo un día una carta anónima en la que se acusa a Esperanza Aguirre de haber envenenado a alguien (con su nombre y apellidos y su oscura historia clínica), y sólo por eso considero que no me queda más remedio que “dar traslado al fiscal”.
El resto es conocido: ese fiscal iba a archivar el caso, pero Aguirre, a través de su Viceconsejero de Sanidad, que presentó una denuncia en mayo de 2005, hizo intervenir a un juez y la cosa prosiguió, mientras varios periodistas devotos de
Pero la mayor vileza ha venido después. Desde el 2003, con Bush, Cheney y Rumsfeld, cierta derecha ha ido mostrando cuál es su idea de la justicia. Y ésta no es otra que la que tuvieron todas las dictaduras totalitarias, desde la cercana de Franco hasta la lejana de Stalin, y que consiste en la indecente inversión y subversión del fundamento mismo de la justicia. Para que la haya, y eso lo saben hasta los peores estudiantes de Derecho, es el acusador el que debe demostrar su acusación. A él le toca probar lo cierto de sus graves palabras, y en modo alguno al acusado probar su inocencia, por la sencilla razón de que esto último es imposible. Si yo doy crédito a esa hipotética carta anónima y acuso a Esperanza Aguirre de envenenamiento, ella no puede, no está capacitada para demostrar que no es culpable de él. Lo mismo le sucedía en el
Pues bien, Aguirre y los suyos se están comportando como
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Manuel
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