El juicio aún está abierto. Lo que sí es seguro es el aumento radical de la incertidumbre en el que nos ha sumido este negro invierno de 2011, capaz de abrasar la era nuclear con la fe tecnológica en la energía barata y segura, no contaminante, producida por las centrales atómicas.
Con los reactores destripados de Fukushima aún no enfriados, tras el colosal cataclismo de Japón: terremoto de fuerza 9 seguido de un tsunami (por cierto, palabra japonesa), vivimos "una pesadilla a cámara lenta", en palabras de Thomas Neff, físico nuclear del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts).
En este año de lo inesperado, solo nos ha faltado la aparición de los pequeños hombrecillos verdes, de cabeza, boca y orejas aflautadas que dibujaba en estas páginas Forges el miércoles.
Por mucho que algunas voces temerarias hayan pronosticado "el Apocalipsis", palabras del comisario europeo de Energía, no se ha producido el sueño de Akira Kurosawa.
El cineasta japonés en El monte rojo, parte de la película Sueños, cuenta el estallido de una central japonesa tras el monte Fuji, que empuja a la población de Japón a correr hacia el mar y arrojarse a sus profundidades en un vano intento de huir de la nube de cesio, estroncio y plutonio.
En algunos momentos después del terremoto del viernes 11, cuando veía, imantado a la televisión, las escenas de las explosiones de los reactores y el paisaje inerte, desolado tras el paso del maremoto, con los refugiados de una gran potencia tecnológica calentándose al fuego de unos bidones, sacado de la novela de Cormac McCarthy La carretera y plasmado en la película del mismo nombre, he tenido la sensación de vivir un hecho histórico que podría marcar a una generación.
La enormidad de la catástrofe que asuela Japón, la tercera economía del mundo, productora del 40% de los componentes electrónicos de nuestros ordenadores y móviles, reside en los 6.000 muertos, 10.000 desaparecidos y 500.000 personas sin hogar.
Sin embargo, el foco alumbra a la catástrofe nuclear.
¿Por qué? No controlamos la naturaleza.
Todo lo relacionado con el átomo afecta al imaginario colectivo, aviva la incertidumbre máxima.
La información sobre la crisis pide una reflexión.
El cataclismo televisado en directo, multiplicado por el tuiteo casi instantáneo de millones de ciudadanos de todo el planeta, nos anega en un tsunami de información, que no significa necesariamente conocimiento. Esta realidad virtual nos sume en el terror de un peligro cósmico y provoca reacciones políticas poco reflexionadas.
La nube de Fukushima, más política y económica que radiactiva, ha alcanzado a Europa, dependiente energéticamente y aún castigada por la crisis.
En Alemania, la canciller Merkel, física de profesión y la verdadera señora de Europa, cierra siete centrales nucleares, dando satisfacción inmediata al miedo de una población excitada con la proyección sin fin de una película de catástrofe inminente. Para alcanzar cuanto antes la era de las energías renovables, sin preguntarse si podrá costearla o si los alemanes están dispuestos a pagarla. La política de los átomos.
Merkel no quiere perder las inminentes elecciones regionales en Baden-Württemberg, donde precisamente está una de las centrales paradas.
"Ich habe Angst", tengo miedo, dicen los electores.
Los alemanes han agotado los contadores Geiger y las píldoras de yodo.
Japón, un país sin recursos naturales que vive sobre una bomba geológica, nos ha ofrecido otro milagro, convirtiendo a su pueblo en su mejor recurso.
Su dignidad callada, su paciencia, su cohesión social mantenida bajo presión, han desatado una ola de admiración internacional.
Los niños japoneses casi no lloran en los refugios improvisados.
Y los adultos, cuando lo hacen, piden perdón.
A los japoneses les enseñan en la escuela a anteponer los intereses de grupo a los individuales.
Las emociones no se expresan de una forma directa en público, es descortés.
Es el único pueblo que ha soportado el impacto de dos bombas atómicas y ha renacido.
Pero esta vez no tendrá que "soportar lo insoportable", como les pidió el emperador Hirohito por radio, solicitando que aceptaran la rendición.
Un bilbaíno universal, Pedro Arrupe, más tarde General de los Jesuitas, sí soportó lo insoportable en la mañana del 6 de agosto de 1945 en Hiroshima.
"Eran las 8.15 cuando un fogonazo como de magnesio rasgó el azul del cielo. Un mugido sordo llegó con una fuerza aterradora. En el mismo centro de la explosión apareció un globo de cabeza terrorífica. Una ola gaseosa barrió todo lo que se encontraba en un radio de seis kilómetros. Diez minutos más tarde, una lluvia negra cayó sobre la ciudad. No es un recuerdo, es una vivencia perpetua, fuera de la historia, que no pasa con el tictac del reloj".
Manuel
#714
No hay comentarios:
Publicar un comentario