Hace mucho que los españoles, por lo menos los que salen en televisión, dejaron de distinguir qué se puede decir en público y qué en privado, y dejar de saber eso es una de las cosas más graves que le pueden ocurrir a una sociedad. Yo he visto a mujeres “normales” contar con una risita, en un programa, que su marido “se empeñaba siempre en metérsela por detrás”, o cómo una señorita desenfadada, en otro de “educación sexual”, manipulaba con desparpajo un vibrador y otros utensilios y enseñaba muy gráficamente la manera mejor de “mamarla” para darle gusto al consumidor. He oído soltar las mayores groserías y basteces a presentadores, tertulianos, periodistas e invitados, ufanos de emplear ante las cámaras un lenguaje de patio de prisión. Y estoy harto de ver series y películas cuyos doblaje o subtítulos no se corresponden con los diálogos originales, no sólo por las ignorantes traducciones, sino porque parece que haya la consigna de que todo el mundo encadene tacos sin parar, aunque no los haya en inglés. Si alguien dice “You are kidding”, que significa “Bromeas” sin más, y que en modo alguno es expresión malsonante, los subtítulos rezan invariablemente “Estás de coña”. Y si alguien dice “Maldito seas”, eso será convertido por los traductores en “Me cago en tu puta madre”, y siempre así. En contra de lo que creen los espectadores españoles, en el cine americano se oyen bastantes menos zafiedades de las que nos tragamos aquí. También he leído a columnistas disertar sobre sus “almorranas” o hablar de lo que leen cuando van al retrete.
Por fortuna, en la política, y salvo excepciones, aún se distingue un poco entre lo que puede decirse en privado y en público, y la prueba es que, cada vez que se ha pillado a un dirigente con un micrófono abierto que él creía cerrado, se le han oído expresiones normales en la vida privada (“Este tío es gilipollas” y cosas por el estilo), pero que se evitan a toda costa en las declaraciones. El disimulo, las formas, la hipocresía si se quiere, parecen aún cosas necesarias –y además son civilizadas–, y no sólo en lo que respecta al léxico, sino también a los contenidos. Ojalá eso nos dure en España, porque lo cierto es que se está abandonando en otros países, y las dejaciones suelen ser contagiosas. No es sólo que el muy patán Hugo Chávez lleve años insultando en público a todo bicho viviente que se le atragante, y que nadie –ni los insultados ni sus electores venezolanos– le dé un toque o le conteste. Es también el gañán Sarkozy quien les suelta cuatro frescas malhabladas a un periodista, a un colaborador o a un ciudadano que rehúsa darle la mano y complacer así su populismo. Pero la palma en esto se la llevan los políticos italianos que acaban de vencer en las recientes elecciones, los muy palurdos Berlusconi y Bossi. De sus dos anteriores etapas al frente del Gobierno –es deprimente que un país exquisito en tantos aspectos haya votado a semejante hortera ¡por tercera vez!–, del primero se conocen ya toda suerte de chascarrillos sin gracia y de mal gusto. El segundo no tiene reparo en hablar de fusiles calientes para combatir, cañonazos para las pateras y recurrir a otras metáforas bélicas –bueno, esperemos que sólo sean metáforas, que no lo sé–. El casi octogenario alcalde de Treviso, Gentilini, no tiene inconveniente en mostrarse orgulloso de lo que aprendió de la “mística fascista” y aplicarlo: el fascismo de Mussolini, aquel aliado de Hitler, aquel dictador que llevó a Italia al hundimiento. Y el nuevo alcalde de Roma, Alemano, no se corta a la hora de manifestar que no soporta a los gitanos y que va a arrasar sus campamentos por las buenas.
Lo que está sucediendo en Italia –o antes en Polonia, con los gemelos Kaczynski– es muy preocupante. Hay allí unos políticos triunfantes que han borrado los límites entre lo que se puede decir o no en público. Han optado por hablar y comportarse como muchos de sus electores, sólo que éstos no tienen ocasión de hacerlo más que en privado. Una forma superior de la demagogia consiste en no limitarse a decirle al pueblo lo que éste desea oír, sino en –además– adoptar en público los mensajes y el vocabulario brutales que en principio sólo son admisibles en ese ámbito privado, y así darles legitimidad. “Lo que tú dices en voz baja lo voy a decir yo en voz alta, delante de cámaras y micrófonos, y así te autorizo y te halago. Yo soy como tú en todo, mira, y además no me escondo. No te escondas tampoco tú. Sal y vótame”. Y la gente va y lo vota, al deslenguado, al desfachatado, al chulo, al matón, al que ha perdido los modales y la cortesía. Esto es muy alarmante y muy grave, porque un político, precisamente, nunca debe ser “como yo en todo”, o, si lo es, debe disimularlo y conducirse como alguien con responsabilidad y mayor saber, como alguien a quien se contrata para que no incurra en nuestras simplezas y exageraciones, ni en nuestras manías y arbitrariedades, y para que hable no como lo hacemos todos en la taberna, sino como requiere el foro. Que los políticos empiecen a expresarse como en las tabernas, sin cortapisas ni hipocresías, suele ser el primer paso hacia un fascismo real. Si quienes deben atemperar y matizar encienden los ánimos y sueltan barbaridades como las que casi todos soltamos en casa, es fácil que a continuación las barbaridades pasen a cometerse, porque entonces se recorrerá muy velozmente el trecho que suele ir del dicho al hecho.
Javier Marías, 18/05/08, EPS
#197
Manuel
Por fortuna, en la política, y salvo excepciones, aún se distingue un poco entre lo que puede decirse en privado y en público, y la prueba es que, cada vez que se ha pillado a un dirigente con un micrófono abierto que él creía cerrado, se le han oído expresiones normales en la vida privada (“Este tío es gilipollas” y cosas por el estilo), pero que se evitan a toda costa en las declaraciones. El disimulo, las formas, la hipocresía si se quiere, parecen aún cosas necesarias –y además son civilizadas–, y no sólo en lo que respecta al léxico, sino también a los contenidos. Ojalá eso nos dure en España, porque lo cierto es que se está abandonando en otros países, y las dejaciones suelen ser contagiosas. No es sólo que el muy patán Hugo Chávez lleve años insultando en público a todo bicho viviente que se le atragante, y que nadie –ni los insultados ni sus electores venezolanos– le dé un toque o le conteste. Es también el gañán Sarkozy quien les suelta cuatro frescas malhabladas a un periodista, a un colaborador o a un ciudadano que rehúsa darle la mano y complacer así su populismo. Pero la palma en esto se la llevan los políticos italianos que acaban de vencer en las recientes elecciones, los muy palurdos Berlusconi y Bossi. De sus dos anteriores etapas al frente del Gobierno –es deprimente que un país exquisito en tantos aspectos haya votado a semejante hortera ¡por tercera vez!–, del primero se conocen ya toda suerte de chascarrillos sin gracia y de mal gusto. El segundo no tiene reparo en hablar de fusiles calientes para combatir, cañonazos para las pateras y recurrir a otras metáforas bélicas –bueno, esperemos que sólo sean metáforas, que no lo sé–. El casi octogenario alcalde de Treviso, Gentilini, no tiene inconveniente en mostrarse orgulloso de lo que aprendió de la “mística fascista” y aplicarlo: el fascismo de Mussolini, aquel aliado de Hitler, aquel dictador que llevó a Italia al hundimiento. Y el nuevo alcalde de Roma, Alemano, no se corta a la hora de manifestar que no soporta a los gitanos y que va a arrasar sus campamentos por las buenas.
Lo que está sucediendo en Italia –o antes en Polonia, con los gemelos Kaczynski– es muy preocupante. Hay allí unos políticos triunfantes que han borrado los límites entre lo que se puede decir o no en público. Han optado por hablar y comportarse como muchos de sus electores, sólo que éstos no tienen ocasión de hacerlo más que en privado. Una forma superior de la demagogia consiste en no limitarse a decirle al pueblo lo que éste desea oír, sino en –además– adoptar en público los mensajes y el vocabulario brutales que en principio sólo son admisibles en ese ámbito privado, y así darles legitimidad. “Lo que tú dices en voz baja lo voy a decir yo en voz alta, delante de cámaras y micrófonos, y así te autorizo y te halago. Yo soy como tú en todo, mira, y además no me escondo. No te escondas tampoco tú. Sal y vótame”. Y la gente va y lo vota, al deslenguado, al desfachatado, al chulo, al matón, al que ha perdido los modales y la cortesía. Esto es muy alarmante y muy grave, porque un político, precisamente, nunca debe ser “como yo en todo”, o, si lo es, debe disimularlo y conducirse como alguien con responsabilidad y mayor saber, como alguien a quien se contrata para que no incurra en nuestras simplezas y exageraciones, ni en nuestras manías y arbitrariedades, y para que hable no como lo hacemos todos en la taberna, sino como requiere el foro. Que los políticos empiecen a expresarse como en las tabernas, sin cortapisas ni hipocresías, suele ser el primer paso hacia un fascismo real. Si quienes deben atemperar y matizar encienden los ánimos y sueltan barbaridades como las que casi todos soltamos en casa, es fácil que a continuación las barbaridades pasen a cometerse, porque entonces se recorrerá muy velozmente el trecho que suele ir del dicho al hecho.
Javier Marías, 18/05/08, EPS
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Manuel
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