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Manuel
#491
Alcalá de Henares . Alicante . Beijing . Bratislava . Bremen . Budapest . Clermont-Ferrand . Dalian . Durban . Hamburg . Hong-Kong . Khabarovsk . London . Macao . Madrid . Mauritius . Moskwa . Paris . Praha . Qingdao . Reykjavík . Riga . San Francisco . Shanghai . Tallinn . Toulouse . Vladivostok . Wien . Zaragoza ...
On parlera longtemps de ce match d'hier et chacun ira de son commentaire.
Je dirai ici seulement qu'il est triste de voir le seul survivant de l'équipe couverte de gloire en 1998 accepter de qualifier son équipe sur une main.
Il le savait. Il ne l'a pas dit à l'arbitre, qui aurait dû le lui demander.
Après l'acte inqualifiable de Zidane à Berlin, voici l'acte malhonnête de Henry, à Paris. Le football se discrédite.
Des gens qui devraient être des modèles disent ainsi aux jeunes: il faut frapper quand vous êtes insultés; il faut tricher quand vous n'êtes pas pris. C'est honteux.
Et que dire d'un entraîneur qui ose dire qu'il n'a rien vu et qu'il ne veut rien avoir vu.
Aujourd'hui, je me sens Irlandais.
Non seulement parce qu'ils ont perdu de façon si injuste, mais parce qu'ils ont très bien joué, qu'ils n'ont pas protesté outre mesure devant le scandale et que leur entraineur italien, avec un fair play magnifique, a seulement regretté que l'arbitre n'ait pas posé la question à Thierry Henry (« qui aurait "évidemment, dit-il, reconnu sa faute si on le lui avait demandé").
Je me sens Irlandais, parce que ce peuple magnifique, uni dans la défaite comme il l'eut été dans la victoire, est privé d'un avenir ludique, qu'il méritait mieux que la lamentable équipe de France.
Ce match sera oublié. La France ira en Afrique du Sud.
Elle gagnera peut-être la coupe du monde. Il n'empêche.
Je soutiendrai, désormais, l'équipe d'Irlande.
A moins que les dirigeants du football français aient le courage d'exclure à vie de l'équipe nationale ceux qui lui ont ainsi fait honte.
Naturellement, ils ne le feront pas.
Trop d'argent, trop d'égo sont en jeu.
Jacques Attali
ManuelLe traité de Lisbonne, qui entre enfin en application, a voulu ces deux postes.
L'Union européenne (UE) a trois centres de pouvoir : le Conseil européen, qui réunit les chefs d'Etat et de gouvernement des vingt-sept membres ; la Commission, que préside le Portugais José Manuel Barroso; enfin, le Parlement.
Jusqu'à présent, la présidence du Conseil était à tour de rôle confiée pour six mois à l'un des membres ; la représentation de l'Union à l'étranger était partagée entre un commissaire et un haut fonctionnaire européen.
L'ensemble dessinait un leadership flou, peu identifiable à l'étranger, incapable de donner une voix, un visage à l'Europe de par le vaste monde.
A l'heure où le pouvoir semble devoir se partager autour de quelques grands pôles, qui parlait pour l'Union, à côté de la Chine, des Etats-Unis, de l'Inde ?
M. Van Rompuy va disposer d'un mandat, non plus de six mois, mais de deux ans et demi, renouvelable une fois ; la baronne Ashton occupera en même temps, et pour cinq ans, un poste de vice-président de la Commission.
C'est le début d'une meilleure présence de l'UE sur la scène internationale. C'est mieux.
Même si ce n'est pas assez, quand on songe que l'UE n'est toujours pas représentée en tant que telle dans la plupart des grandes organisations internationales qui comptent, du Fonds monétaire au Conseil de sécurité de l'ONU.
Lisbonne devait accoucher d'un George Washington européen, selon les idéalistes.
On a un couple discret.
Mais ne jugeons pas trop vite.
M. Van Rompuy est un européen convaincu, un homme de grande fermeté, au caractère bien trempé.
Et on peut toujours compter sur une aristocrate travailliste britannique pour être originale et nous surprendre.
Todavía no.
Hacer las reglas del juego tiene algunas ventajas y ellos son expertos en la materia, así que, mientras los ministros de Agricultura, Industria, Comercio y Hacienda son criaturas temerosas de Dios, siempre pendientes de una votación en Bruselas, una manifestación masiva en casa o un titular sensacionalista en un periódico gratuito, los ministros de Exteriores pueden pasear por el mundo con la cabeza bien alta.
Así, el ministro de Exteriores chipriota puede darse el lujo de bloquear las negociaciones de adhesión con Turquía el tiempo que le parezca conveniente; su colega holandés congelar las relaciones con Serbia hasta que se cumplan todas y cada una de sus condiciones; el homónimo lituano paralizar las negociaciones de un acuerdo con Rusia el tiempo que le dé la gana; España ir por libre en los Balcanes, y así sucesivamente.
Nadie mejor que uno mismo para velar por sus propios intereses.
Cierto que la política exterior y la soberanía nacional están íntimamente relacionadas.
¿Pero más que el comercio o la moneda?
Difícil de creer, viviendo como vivimos en un mundo globalizado con una economía que funciona de forma integrada.
Así que el Gobierno no puede emitir moneda, variar los tipos de interés o regular los bancos a su antojo, como tampoco puede subir los aranceles a los zapatos chinos para proteger el mercado nacional o librarse de los tomates marroquíes.
Y sin embargo, sí que puede tener una política exterior propia.
¿Para qué, si carece de todos los instrumentos (moneda, comercio, ayuda) que le dan contenido?
Hace unos días, al tiempo que estampaba su firma en el texto, el recalcitrante presidente checo, Václav Klaus, se lamentaba sobre la pérdida de soberanía que significaba para su país el Tratado de Lisboa.
¿Soberanía?
¿Nadie le ha dicho a Klaus que el PIB de su país es sólo la mitad de los ingresos de la compañía petrolera ExxonMobil?
La soberanía está sobrevalorada, y si no que se lo pregunten a los piratas somalíes.
Estos días Europa anda agitada eligiendo al que será su nuevo ministro de Exteriores.
En realidad no se le llamará así para no irritar algunas soberanías nacionales, siempre sensibles a la simbología estatal, sino "Alto Representante de la Unión para la Política Exterior y de Seguridad". Pero como ARUPES no parece un nombre que lleve implícita una gran autoridad, es mejor dejarlo en alto representante a secas.
El nuevo alto representante será una especie de Javier Solana, pero con características mejoradas.
Javier Solana 2.0 tendrá todo lo que éste siempre deseó: un servicio de acción exterior propio con una impresionante red de delegaciones por todo el mundo, un presupuesto que merezca tal nombre y, muy especialmente, la capacidad de coordinar las competencias de la Comisión Europea en política exterior en su calidad de vicepresidente de la Comisión.
Se trata de un trabajo hercúleo y cuesta pensar que una sola persona lo pueda desempeñar.
Pero para que ese puesto tenga éxito es fundamental la colaboración de los ministros de Asuntos Exteriores nacionales. Sin su concurso activo nada será posible.
¿Intentarán aislarlo y neutralizarlo? ¿O se comprometerán a fondo con su éxito?
Lo crucial no es tanto si la Comisión Europea y el Consejo pueden actuar coordinadamente, sino si las capitales nacionales y Bruselas serán capaces de funcionar integradamente.
El euro funciona porque los bancos centrales están integrados en el sistema y son leales a él.
Por la misma razón, mientras que los ministerios de Exteriores no se vean como partes de un engranaje europeo, Europa seguirá careciendo de una verdadera política exterior.
La caída de las fichas gigantes de dominó fue un golpe de efecto espectacular, en parte porque uno no podía dejar de pensar ¿y si sale mal? ¿Y si una de las fichas se cae de lado, o se para? Pero los alemanes lo habían calculado bien, por supuesto; son tan eficientes a la hora de derribar fichas de dominó como a la de fabricar BMW.
Y qué bien estuvo situar hacia el final de la ceremonia una entrevista con Muhammad Yunus, el bangladeshí creador de los microcréditos, que habló del muro que aún separa el Norte rico del Sur pobre: die Mauer der Armut, el Muro de la Pobreza.
Así, pues, tres hurras por Alemania y tres hurras por Europa.
Mientras mirábamos los focos que iluminaban el cielo nocturno sobre la puerta de Brandeburgo, pudimos reflexionar sobre la extraordinaria distancia recorrida en una ciudad que estuvo en el centro de dos guerras mundiales y la guerra fría. Al fin y al cabo, durante al menos 50 años, de 1939 a 1989, las luces de focos en la puerta de Brandeburgo fueron siempre el anuncio de que iba a morir gente, de una forma u otra, y no una señal de su liberación pacífica.
Pero luego se acabó.
Los berlineses volvieron a sus casas bajo la lluvia; la policía empezó a desmontar las barreras de control de multitudes; y en la cena, según nos han dicho, los dirigentes de la UE se dedicaron a conspirar en voz baja por las esquinas sobre quién debería ser el próximo presidente del Consejo Europeo y el nuevo Alto Representante para la política exterior y de seguridad.
Quizás eso era en lo que verdaderamente estaban pensando Gordon Brown, Nicolas Sarkozy y Angela Merkel, en su gélido estrado, mientras la larga ceremonia terminaba con jóvenes de todo el mundo unidos en el estribillo claramente obamaniano de una canción escrita especialmente para la ocasión: Podemos ser uno.
(En cuanto a Silvio Berlusconi, parecía tener los ojos cerrados cada vez que le captaba una cámara de televisión. ¿Con qué estaría soñando? Mejor no preguntar)
¿El presidente del Consejo Europeo debería ser el belga Herman van Rompuy, que inspira a los autores de haikus?
¿El Alto Representante debería ser el cerebral ministro de Exteriores británico David Miliband?
¿Es verdad que Miliband ha renunciado a ser candidato y prefiere, con un valor digno de encomio, permanecer en el puente del Titanic del nuevo laborismo?
¿Dará un noble paso al frente Peter Mandelson para convertirse, seguramente, en el lord Alto Representante (con música de Gilbert & Sullivan)?
¿O irá a parar el cargo al ex primer ministro italiano Massimo d'Alema?
Yo ya he propuesto mis candidatos: el premio Nobel de la Paz y anciano estadista Martti Ahtisaari para la presidencia y Joschka Fischer o, en su defecto, Miliband para el cargo de Alto Representante.
Son personalidades importantes.
Pero, aunque las habituales negociaciones entre bastidores de la UE acaben designando a dos figuras débiles y anodinas -dos conejos sacados de una chistera gris-, todavía tenemos la posibilidad de crear una Europa que sea más "una", para repetir las palabras de la canción de Berlín. Seguiremos pudiendo crear las instituciones previstas, en especial un nuevo servicio exterior europeo. Y, de todas formas, lo que hagamos con esas instituciones dependerá, tanto con el Tratado de Lisboa como sin él, de la voluntad política de los Estados miembros y sus Gobiernos democráticamente elegidos.
Si quieren que avancemos, se avanzará.
Si no quieren, no se hará.
Deberían quererlo, porque que en Europa tengamos gran cosa que celebrar, o no, dentro de 20 años, dependerá de que nos aclaremos en nuestras relaciones con el resto del mundo.
Por supuesto, sigue habiendo cosas importantísimas que hay que hacer dentro de las fronteras de la UE: la creación de nuevos puestos de trabajo y la integración de los ciudadanos musulmanes, por no mencionar más que dos.
Pero, cada vez más, los desafíos fundamentales que debe abordar la Unión Europea no se encuentran dentro de sus fronteras sino fuera de ellas.
Desde el punto de vista geográfico, las prioridades comienzan con los países de Europa que todavía no están en la UE.
La fatiga de la ampliación se palpa constantemente, pero todavía queda mucha Europa que agrupar para que "Europa" sea realmente Europa: el resto de los Balcanes, Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, tal vez Georgia y Armenia y, como caso especial y de importancia estratégica fundamental, Turquía.
Si tenemos visión de futuro, deberíamos querer que todos estos países, siempre que cumplan los requisitos, sean miembros de la UE, por nuestro propio interés y por el de ellos.
Luego está Rusia.
Si la UE no tiene una política para Rusia, no tendrá una política exterior.
Y para tener una política común respecto a Rusia, necesita una política energética común.
En el sur y el sureste está la cuestión de cómo ayudar a la modernización, la liberalización y, en definitiva, la democratización de unos países en su mayoría musulmanes que no es de prever que vayan a ser miembros de la UE.
Aunque el muro de Berlín ha caído, sigue existiendo un muro que separa a israelíes y palestinos.
Más allá están las grandes potencias emergentes como China, India y Brasil.
En comparación con su propio pasado desgraciado y dividido, Europa ha ascendido; en poder relativo, está descendiendo.
Estados Unidos ya no considera de manera automática que Europa es su socio estratégico (la aparición de Barack Obama en un vídeo para transmitir su mensaje en la puerta de Brandeburgo no sirvió más que para recordar a todos su ausencia física. Deberían haber dejado que lo hiciera Hillary Clinton). El argumento de Miliband de que tenemos que elegir entre un mundo con un G-2, en el que las grandes decisiones las tomen Estados Unidos y China, y un mundo con un G-3, que incluya a la UE como tercer interlocutor, es simplista y exagerado, pero es útil para explicar la situación.
Todavía más allá, y con consecuencias aún más amplias, está el Muro de la Pobreza del que habló Yunus.
La UE posee la economía más grande del mundo.
En combinación con sus Estados miembros, suministra más de la mitad de la ayuda oficial al desarrollo del mundo. Si fuera "una" y actuase con visión estratégica, nadie tendría más posibilidades de rebajar ese muro que separa al Norte rico del Sur pobre.
Y lo más importante de todo es el reto planetario del cambio climático, ahora que queda tan poco tiempo para la cumbre de Copenhague a principios de diciembre.
Lo que importa es esto: no es necesario tener ningún apego sentimental a Europa para comprender que, si queremos abordar estos problemas, necesitamos la dimensión y la influencia que sólo puede ofrecer Europa.
No tiene nada que ver con los sueños de una "unión cada vez más estrecha".
Se trata de Europa como medio, no como fin.
El objetivo es defender e impulsar los intereses vitales de todos nuestros ciudadanos, incluidos los británicos.
Europa tiene mucho que contar sobre los últimos 60 años, y lo contó magníficamente en Berlín el lunes por la noche; pero ese relato habla sobre todo de lo que hemos conseguido dentro de Europa.
El próximo capítulo dependerá de lo que hagamos fuera de ella.
La autoridad no se impone, se tiene y se ejerce.
De poco sirve recordar quién es el que manda y cuáles son los atributos de que dispone. Cuando se llega a este punto es que se ha perdido la autoridad y que empieza la deriva hacia el autoritarismo. Porque autoritaria es la prohibición de Rajoy de que se debatan en público cuestiones internas del PP, como si el caso Gürtel o la disputa por Caja Madrid no fueran cuestiones de interés ciudadano, más allá de la lucha sin cuartel por el poder entre militantes de un mismo partido. Y autoritario es castigar con la exclusión de las listas electorales a quien tenga el descaro o, simplemente, la honradez de discrepar de las órdenes del que manda.
El control oligopolista del espacio de la representación política que tienen, en España, principalmente dos partidos -el PSOE y el PP- combinado con el sistema de listas cerradas, da a la burocracia de estas dos organizaciones una poderosísima arma para convertir a la servidumbre voluntaria a cualquier militante que tenga ambición e ideas propias.
Pero estas armas extremas sólo son eficaces hasta el día en que el que las tiene a su disposición se siente obligado a recordar la amenaza. Cuando esto ocurre, todo el mundo interpreta que la autoridad duda de sí misma. Y, sin embargo, es cierto que las listas cerradas suponen en los partidos una mordaza que tiene mucho que ver con esta extendida sensación de caída del nivel de la clase política desde el inicio de la transición hasta ahora.
Mariano Rajoy entiende la política como un ejercicio de oportunidad.
No se le conoce un proyecto político propio.
Ha ido siempre a remolque del jefe, de los lugares comunes de la derecha en cada coyuntura, de las propuestas de la patronal -como ha recordado Gerardo Díaz Ferrán-. Cuando Rajoy figuraba en las quinielas por la sucesión de Aznar, me explicó que hacer un proyecto político en los tiempos que corren es muy complicado y que lo mejor es "estar por ahí". Los hechos le dieron la razón. Rato trató de convencer a los militantes con una propuesta programática. Mayor Oreja es por sí mismo un anuncio viviente de un partido de inspiración católica. Rajoy efectivamente, se limitó a estar por ahí. Y Aznar le señaló a él como el escogido, porque todo líder que se autoconsidera excepcional, cuando tiene que elegir sucesor busca alguien que no oscurezca con sus éxitos la gestión anterior. Precisamente para que todo el mundo tenga claras las jerarquías en la derecha, Aznar se ha permitido estos días el más duro de sus ataques a Rajoy.
Este desinterés de Rajoy por las ideas políticas no sólo contrasta con Aznar, que se empeñó hasta las cejas en la revolución neoconservadora, sino que lastra seriamente su autoridad.
Nicolas Sarkozy, una semana antes de la primera vuelta de la elección presidencial, dijo en Le Figaro: "He hecho mío el análisis de Gramsci; el poder se gana por las ideas".
Efectivamente, había planteado toda la campaña electoral como una batalla ideológica. Y ganó.
Rajoy no está por esta labor, ni le interesa.
Lo cual tiene un doble efecto negativo para él. De cara al partido, todo conflicto aparece automáticamente como una lucha desgarrada por el poder, en el que las ideas y las propuestas no pintan absolutamente nada. De cara a la sociedad, le impide pasar de una oposición estrictamente destructiva a una oposición propositiva, portadora de valores e ideas, desaprovechando de este modo la oportunidad que ofrece el descalabro ideológico que vive en estos momentos la izquierda europea.
Ha sido muy graciosa la reacción del Gobierno italiano ante la decisión, que al parecer no piensa aplicar.
Tribunal de Estrasburgo o mostaza al estragón, a ellos, ¿qué más les da?
Tienen la sartén por el mango y el mango también, así como una clientela que levita cuando se les nombra al Papa, a la Madonna o a la Mamma. Quizá por el orden inverso, ahora que lo pienso.
En cualquier caso, el actual Ejecutivo o ejecutor italiano ha dado ya suficientes pruebas morales como para que la respuesta de su ministra de Educación, en el sentido de que el crucifijo es "un símbolo de nuestra tradición", no puede escandalizar a nadie.
Lo que, ciertamente, resulta escalofriante es lo que ha declarado el nuevo líder del Partido Demócrata, principal opositor al régimen de Berlusconi. Pier Luigi Bersani, veterano político ¡de izquierdas!, ha dicho que "una antigua tradición como el crucifijo no puede ser ofensiva para nadie". Es posible que, en un momento de ofuscación -llevado por el interés de hacerse con los votos del respetable-, el caballero haya confundido el crucifijo con la pasta al basilico e pomodoro.
En la tradición europea, la cruz sigue hundida en la empuñadura de la espada.
En las escuelas públicas representa el poder de quienes discriminan a las mujeres y a los homosexuales, por no ir más lejos. Y su aspecto de instrumento sadomaso para creyentes no inquieta menos que, pongamos, un turbante colgado de una cimitarra.
Esta medida afectará principalmente a futbolistas con sueldos astronómicos.
Y me sorprendo, pero no por la noticia, ya que es de justicia social y de sentido común que las rentas altas contribuyan más al erario público, sino porque en el entorno del fútbol se echen las manos a la cabeza y teman que nuestra Liga empeore una vez aplicada la medida.
Preferir buen fútbol a mejorar los servicios públicos básicos como la sanidad, la educación, el transporte..., denota que en este país vivimos rodeados de infames para los que el circo y el propio capital están por encima de todo.
Lo que no cambia tanto son los hábitos alimenticios.
Según algunos, la comida china de China no se parece nada a la comida china de otros lugares, pero lo cierto es que la comida china siempre se parece mucho a la comida china.
En Pekín hay mucha más variedad, por supuesto (se puede comer carne de serpiente o saltamontes en ciertos lugares), y es un buen sitio para probar otras cocinas, como la vietnamita, la mongola o la tibetana, pero me alimenté sobre todo -y muy bien- a base de rollitos, empanadillas, arroces, ternera, cerdo y pollo en diversas variantes, sin olvidar el pato a la pequinesa.
Se podría hablar también de compras a la pequinesa, o a la asiática (pues en Bangkok, por ejemplo, vienen a ser lo mismo).
Pekín es un paraíso (o un infierno) para los compradores. A quien le guste regatear, tiene la diversión asegurada. Empiezan con precios exorbitantes, así que las bajadas deben serlo también. Se regatea, por las barreras idiomáticas, tecleando las cifras en una calculadora. Incluso cuando se ha llegado a un precio, pueden sorprenderte diciendo, a ver si cuela, que hablaban de dólares y no de yuanes (un dólar son unos siete yuanes). Una dependienta que te enseña un cinturón de Armani puede ofrecerte inmediatamente, si no muestras interés, otro sin marca. Y entonces te explica que el que no tiene marca es mucho mejor que el supuesto Armani, y te lo demuestra pegando la llama de un mechero al que no tiene marca y enseñándote que el Armani no es todo cuero, sino que tiene también cartón. Ya digo, infierno o paraíso, según el carácter de cada cual.
De alguna forma, para los chinos China ("el centro del mundo") ha sido el paraíso, y el resto, el infierno.
La Muralla China, única obra humana que se ve desde el espacio, empezó a construirse cuando el país estaba dividido en cinco Estados (entre 457-221 antes de Cristo), y posteriormente se fue ampliando para defenderse de los nómadas del norte, criaturas infernales. Recorre unos 5.600 kilómetros (construidos hay unos 10.000, sumando ramales), que van de Este a Oeste por el norte del país. El tramo más cercano a Pekín -el más visitado- es el de Badaling, a unos 40 kilómetros. Preferí ir al de Mutianyu, a unos 80. Además de lo espectacular de la construcción, allí el paisaje es precioso: montañas boscosas. Lo sé por la subida en funicular, y por las postales, pues una niebla muy densa impedía la visión más allá de 20 metros; al menos, me permitió imaginar alguna historia china de fantasmas. El picotazo de un bicho, además de dolerme, me desazonó enormemente -¡quién sabe qué puede picarte en China!-, hasta que comprobé que la muralla estaba infestada de avispas. Pero no me quejo: una anciana grande y fuerte resbaló por unas escaleras, terminó rodando y quedó tendida, sangrando por la cabeza. Me pareció un lugar bastante peligroso. En el siglo XIII, la muralla no pudo contener a los mongoles. Ahora las autoridades han levantado una virtual, restringiendo el acceso a Internet. Yo imagino que ésta, más pronto que tarde, caerá igualmente.
La Ciudad Prohibida también está amurallada, en este caso para protegerse de los bárbaros interiores. Residencia de 24 emperadores (incluido el de Bertolucci, que hubo de abandonarla en 1924) y empezada en 1406, es una verdadera joya, que cuenta con innumerables obras de arte y edificios como el palacio de la Suprema Armonía o el de la Paz Terrenal. Está pegada a la plaza de Tiananmen, ocupa unos 720.000 metros cuadrados y, me informaron, abre todos los días. En realidad abre todos los días, excepto los que cierra. Había reservado para ella cualquiera de mis dos últimas jornadas de estancia y me quedé sin verla: estaban ensayando alguna de las ceremonias para conmemorar el 60 aniversario de la Revolución de Mao (el partido pretende hacer creer que el comunismo sigue vigente, y todos los billetes llevan su retrato). Me conformé con ver sus bonitos tejados naranjas desde la Colina del Carbón, donde en 1644 se ahorcó el último emperador Ming. Uno siempre se puede consolar: paseando por Tiananmen, tan grande que resulta desangelada, me sentí como un verdadero chino de la época imperial, que no podía entrar en la Ciudad Prohibida. En cierto modo, para llegar a la esencia de la Ciudad Prohibida tienen que impedirnos la entrada.
Otra de las maravillas de Pekín es el palacio de Verano, a unos 12 kilómetros del centro, junto a un lago, donde se refugiaban de los calores los emperadores chinos. De atribulada historia, renovado entre 1860 y 1960, estaba abierto y no había niebla. Me gustó mucho la calle Suzhou, a lo largo de un canal, destruida en 1860 por las tropas anglo-francesas y reconstruida en 1990 siguiendo modelos tradicionales.
Me salgo de uno de los cinturones que, a modo de murallas, estrangulan la ciudad, camino por calles estrechas, pobres.
Los chinos hacen mucha vida en la calle.
Un hombre escribe de pie en unas baldosas con un enorme pincel; otro, en una casucha de un callejón, come con palillos. Unos jóvenes hacen una danza con gruesos troncos de bambú, algunos apuestan en un estrecho garito, otros juegan a las cartas con una baraja francesa. Un niño corretea, se cae y llora. Por un instante me tienta pensar que estoy entrando en China, pero enseguida vuelvo a la realidad: no ya cinco, sino ni siquiera 55 días en Pekín bastarían para escribir un artículo que sea más que un brochazo en un muro o, ya puestos, en una interminable muralla.
Esta figura decorativa podría ser, dentro de la Unión Europea, un defensor convincente de una política exterior europea más enérgica y coordinada, pero si pretendiera hablar ya en nombre de Europa en Washington, Moscú o Pekín, estaría prometiendo cosas que no podría cumplir.
Para elaborar una política exterior europea creíble es preciso reforzar pacientemente la voluntad de tener dicha política en cada uno de los Estados miembros, especialmente en los más grandes. Eso supondrá varios años más de lo que Max Weber llamó "perforar a través de planchas gruesas".
También es necesaria, para dar a Europa una voz más fuerte en el mundo, una maquinaria que todavía no existe.
Pero la responsabilidad de construir esa maquinaria no es del nuevo presidente, sino del nuevo alto representante para la política exterior y de seguridad.
A diferencia del presidente, el alto representante, que es al mismo tiempo vicepresidente de la Comisión Europea, dispondrá de un gran presupuesto y un amplio equipo.
Tendrá la difícil pero crucial tarea de fusionar a funcionarios y diplomáticos de dos burocracias europeas y 27 nacionales en un solo servicio exterior europeo, capaz de identificar los intereses europeos comunes y los instrumentos que tenemos para impulsarlos.
En colaboración con el presidente de la Comisión, tendrá asimismo que establecer vínculos con los verdaderos motores del poder exterior europeo: la política de ampliación, la ayuda al desarrollo, el comercio, la regulación, la política de competencia, etcétera.
Ahí está el meollo. Hablamos demasiado del presidente y no lo suficiente del alto representante.
Ahora bien, hay alguien que sí cumple los requisitos, aunque habría que esforzarse un poco para convencerle.
Es Martti Ahtisaari, el ex presidente de Finlandia, mediador internacional de la ONU y ganador del Premio Nobel de la Paz el año pasado.
Ahtisaari cuenta con la categoría, la gravitas y la experiencia necesarias para el puesto.
Es un estadista que tendría una autoridad paterna sobre la actual generación de jefes de Gobierno de la UE. Sería un presidente excelente, sin tener nada que ver con un presidente de un consejo de administración. Le tomarían en serio en las capitales mundiales, sin que nadie sintiera que estaba acaparando la atención. Como copresidente del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, ya ha dedicado un par de años a reflexionar seriamente sobre cómo debería ser la política exterior europea.
Ya he señalado que sería fundamental combinar esa figura con un sólido alto representante.
En este periodo inicial, un alto representante débil podría ser tan perjudicial como un presidente débil. Carl Bildt sería una opción magnífica, pero seguramente se ha creado demasiados enemigos, y como el secretario general de la OTAN es danés, quizá se consideraría un exceso de escandinavos.
Mi candidato favorito sería Joschka Fischer, un peso pesado que se dedica al pensamiento estratégico y fue ministro de Exteriores de Alemania.
Podría hacer entrar en razón a Bruselas y le escucharían en el extranjero.
Pero el alto representante tiene que ser miembro de la Comisión Europea, y Alemania acaba de nombrar a otra persona en ese puesto.
Es decir, el equipo ideal es Ahtisaari-Fischer.